sábado, 3 de noviembre de 2018

Del escándalo de la cruz al escándalo de la cuna -John Shelby SPONG-3


En lugar de eso, Dios envió a un emisario (hijo), y la justicia de Dios se satisfizo mediante el sacrificio divino del hijo, lográndose así la muerte en representación del héroe mítico y restableciéndose el orden divino. El héroe mítico sufrió y conquistó, murió y volvió a levantarse. Una vez cumplida su tarea, regresó al trono celestial como el que había experimentado la vida humana, por lo que hizo constantes intercesiones ante Dios en favor de los débiles seres humanos. Ahora ya era posible, una vez más, vivir en fiel comunión con el Señor del universo. Lo único que se necesitaba hacer era unirse a la comunidad que reconocía al héroe mítico como Señor, y se recibiría a cambio el don de la salvación, que procedía de las alturas. No había ninguna otra forma de alcanzar la salvación por lo que, quienes se hallaban comprometidos con esta mitología, terminaban por convertirse inevitablemente en un pueblo de absolutistas y chauvinistas. Aquí es donde encontramos las semillas del fanatismo y el imperialismo religioso. Jesús de Nazaret fue ciertamente interpretado en términos de esta mitología prevaleciente, y Dios fue claramente comprendido como el Rey celestial.

Si no se hubiera relacionado esta estructura interpretativa con Jesús, es muy posible que no hubiese llegado a convertirse en la figura religiosa central de la civilización occidental. Había que interpretar una experiencia poderosa para transmitirla. Pero tampoco cabe la menor duda de que esta estructura interpretativa violaba al Jesús histórico. Tampoco es que fuera siempre fácil adscribírsela a Jesús, porque era evidente que no se trataba de ningún visitante divino, sino de un ser humano de carne y hueso. Había «nacido de mujer». Un cristiano antiguo lo describió como alguien que había sido «probado en todo igual que nosotros» (Hebreos 4, 15); que estaba también «envuelto en flaqueza» (Hebreos 5, 2), y como alguien que había ofrecido «en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas» (Hebreos 5, 7). No manifestó ningún símbolo de poder en su vida. No tenía riquezas; de hecho, no disponía de ningún lugar donde apoyar la cabeza. «Hasta las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos», pero este Jesús era una persona que no tenía «donde reclinar la cabeza» (Mateo 8, 20). No estaba al frente de ningún ejército, no detentaba ningún puesto, ni ejercía autoridad alguna, y estaba claro que había sido ejecutado. Murió, y esa muerte fue real. 

Esta mitología rescatadora de lo divino procedía básicamente del mundo griego, y aplicarla a Jesús se vio más complicado aún por el hecho de que éste fuera un Señor judío. Había que escapar del contexto judío para llegar al héroe mítico griego, pero los hechos históricos de la vida de Jesús no se prestaban a ninguna interpretación mítica, ni siquiera en el seno del contexto judío. Entre el pueblo judío existía una vasta expectativa mesiánica que adquiría muchas formas, pero Jesús no encajaba en ninguna de ellas. La imagen de un mesías crucificado, colgado fláccidamente y muerto de una cruz de madera violaba las expectativas mesiánicas judías. Según la Torah, sólo un hombre que haya cometido un delito punible con la muerte podía ser colgado de un árbol, y «lo enterrarás el mismo día, porque un colgado es una maldición de Dios» (Deuteronomio 21, 22-23). No sólo fue ejecutado en un lugar público, sino que los soldados se jugaron a los dados su única túnica, le hundieron una lanza en el costado, y lo entregaron a un grupo que solicitaba su cadáver para enterrarlo en un sepulcro prestado. No era ésa precisamente la imagen que se tiene de un rey. 

Como si eso no fuera suficiente, había poco más en la vida de este judío Jesús que concitara las imágenes y esperanzas de su pueblo. Desde luego, sus más íntimos amigos no le concebían como un mesías. Uno de ellos le traicionó, otro le negó, y todos le abandonaron y huyeron. Este grupo innoble de discípulos había actuado como tal, de una manera innoble. ¿Acaso un verdadero mesías habría elegido a un grupo de discípulos tan benigno y poco culto?

Cuando se recordaron sus palabras, se vio que éstas tampoco encajaban ni con la imagen del héroe mítico ni con la del mesías. No afirmaba tener poder alguno. Decía más bien cosas como: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mateo 18, 3). También dijo: «Pero muchos primeros serán últimos y los últimos primeros» (Marcos lo, 31). Lavó los pies de sus discípulos (Juan 13, 1-11). «Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve», afirmó (Lucas 22, 27). Les exhortó a rechazar las imágenes de poder, a no dominar a la gente como hacían los reyes de los gentiles (Lucas 22, 25). Identificó su causa con la tarea de encontrar al rebaño que se había perdido (Lucas 15, 4), y en dar la bienvenida al hogar al hijo pródigo que había despilfarrado la riqueza del padre (Lucas 14, 11 y ss.). 

Sus enseñanzas nos lo muestran prefiriendo a Lázaro, un pobre mendigo cuyas llagas fueron lamidas por los perros de la calle, en lugar de al rico avariento que cenaba opíparamente (Lucas 16, 20 y ss.). Identificó su causa con la del samaritano, que se apartó de su camino para ayudar al prójimo, en lugar de con el sacerdote o el levita, que pasaron de largo (Lucas 10, 29 y ss.). Dijo que sus discípulos debían presentar la otra mejilla (Mateo 5, 39), ser mansos y humildes (Mateo 5, 4) y amar a sus enemigos (Mateo 5, 44). Puso su causa del lado de «la mujer de la ciudad» que le lavó los pies con sus lágrimas y se los secó con sus cabellos, y no del lado del moralmente justo Simón el fariseo, en cuya casa era invitado cuando llegó esa mujer (Lucas 7, 36 y ss.). No estaba dispuesto a luchar por sus derechos o su vida, a utilizar el poder de la fuerza para alcanzar sus objetivos. Sugirió que sus discípulos no debían perdonar una o dos veces, sino hasta e incluso más allá de setenta veces siete (Mateo 18, 22). 

Por extraño que parezca, su fortaleza radicaba en su disposición a sacrificarse a sus enemigos. Su vida fue una llamada a invertir las normas habituales del mundo. En ese mundo, la importancia se alcanzaba logrando poder sobre los demás; se creía que servir a los demás era degradante. Cuando fue crucificado este Jesús que se autoentregaba, se negó a defenderse. Aceptó las flagelaciones y clavos de sus torturadores y murió rezando por ellos (Lucas 23, 34). Su vida fue demasiado intensa como para olvidarla, demasiado real como para ignorarla. No encajaba ni en el papel mesiánico de los hebreos, ni en el papel del héroe mítico de los griegos. En consecuencia, Pablo dije que «la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden» (1 Corintios 1, 18), y sugirió que Jesús representaba un escándalo. 

¿Cómo puede tomarse esa vida y encajarla en las expectativas de los griegos o de los hebreos? Y, sin embargo, ¿cómo negar el poder de la experiencia que tuvieron los hombres y mujeres con este Jesús? 

Su amor era real. Su sentido de la presencia era intenso. El atractivo magnético que ejercía sobre los demás era intenso. Las características de su vida humana fueron la autoentrega, el sufrimiento, la impotencia y el autosacrificio. Había una belleza innegable en este Jesús que era, de hecho, «un hombre para otros».El conflicto entre la experiencia y la expectativa alcanzó su momento culminante en el Viernes Santo. Jesús murió, y la oscuridad de ese momento fue casi física para sus seguidores.     

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