sábado, 3 de noviembre de 2018

Del escándalo de la cruz al escándalo de la cuna -John Shelby SPONG-4


Creo que la Pascua trajo consigo no tanto un milagro externo sobrenatural, sino más bien el inicio de la toma de conciencia interna de que la vida de este Jesús reflejaba una nueva imagen de Dios, una imagen que desafiaba la sabiduría convencional, que cuestionaba al rey ensalzado como analogía fundamental mediante la que se entendía a Dios. En un momento de inaudita revelación mental, alguien proclamó que esa vida, desinteresada, rota, amorosa, entregada, impotente, era la misma vida de Dios. A esa vida podían acercarse todos aquellos que se afanan y soportan pesadas cargas. Aquí se encontraría descanso y paz, y eso era lo que Dios quería dar a entender. Era una comprensión asombrosa: un hombre muerto se convertía en el medio a través del cual se veía al Dios vivo. Un hombre débil, golpeado y roto se convertía en el símbolo a través del cual se percibía al Dios triunfante. Un hombre ejecutado hacía a sus discípulos conscientes del significado de una divinidad a la que sus ojos habían permanecido cerrados, y ante la que incluso habían estado ciegos.

Esa vida era la vida de Dios. Los primeros testigos de lo que ahora llamamos la Pascua fueron invitados a abrazar el escándalo, a trascender la estupidez, a abrir los ojos, maravillados. Y su conclusión ineludible fue que Dios estaba presente en esa vida. Dejaba de verse a Dios como un rey que regía la vida, y empezaba a vérsele como un poder existente dentro de la misma vida. Ya no se le percibía según la analogía de una divinidad distante, sobrehumana y aislada, sino más bien como una esencia divina, no separada, pero tampoco idéntica, sino encarnada dentro de la humanidad, surgiendo del mismo corazón de la vida, en un amor que se autoentrega y un ser que se ofrece libremente. Ésa fue la revelación existente tras los aleluyas de aquella primera Pascua. Ése fue el significado de Dios, revelado en la persona de Jesús, que desafiaba de algún modo las imágenes regias del pasado. En consecuencia, esa esencia tenía que elevarse teológicamente para convertirla en la esencia y la definición de Dios. Así lo exigía la experiencia de quienes lo percibieron de ese modo. 

Pero se trataba de una visión demasiado asombrosa como para perdurar, y cuando se hizo el intento para elevar la esencia de este Jesús en el corazón de Dios, ésta quedó atrapada, domesticada y refinada en el antiguo contenido del mesías de los hebreos, y del héroe mítico de los griegos. Así, la experiencia del amor que se autoentrega, viéndose elevado y convertido en la esencia de Dios, se interpretó en términos de un rey mítico ensalzado al trono celestial y de un mesías que recibía la justificación divina de Dios. 

El ensalzamiento de Jesús no tardó en perder su significado original dentro del folklore de los primeros cristianos. Se había elevado el significado de Jesús, situándolo en el corazón de Dios. Ésa fue la experiencia reveladora. Pero las palabras empezaron a proclamar la acción de Dios al ensalzarle, situándolo a la derecha del trono celestial. A continuación, lo fundamental ya no fue ni siquiera la exaltación del propio Dios, sino más bien el propio triunfo de Jesús sobre la muerte. De ese modo, la exaltación se transformó en resurrección, y la acción de Dios se diluyó en la acción de Jesús. Entonces, empezó a encajar el papel del héroe mítico y el escándalo de la cruz inició un proceso de distanciación, logrado mediante una selección imaginativa y juiciosa de los antiguos textos hebreos, tendente a demostrar que ésa había sido la intención de Dios desde los albores de la creación. Jesús era hijo de hombre, servidor sufriente y salvador en nombre de los demás. 

La cruz, lejos de ser el escándalo que era en realidad, se transformó en el medio fundamental por el que se produjo esa misma exaltación. En el arte cristiano se transformó incluso en un trono desde el que reinaba no un Jesús sufriente, sino un Jesús regio, como Christus Rex. Los doce apóstoles no tardaron en transformarse a su vez, pasando de ser sirvientes a príncipes de la Iglesia que llevaban coronas llamadas mitras, se sentaban en sillas llamadas tronos y recibían la adoración arrodillada de su pueblo servidor. El desplazamiento fue de 180 grados. Por detrás del mito había una experiencia, pero no tuvo que transcurrir mucho tiempo para que el mito atrapara, configurara, definiera y distorsionara esa misma experiencia. El resultado inevitable de ese proceso fue que empezó a diluirse la humanidad de Jesús. 

Y, sin embargo, «había nacido de mujer». Eso se convirtió en la primera línea de resistencia establecida para conservar por lo menos un vestigio de su humanidad. No obstante, una vez eliminado el escándalo de la cruz, sólo fue cuestión de tiempo que el escándalo de su nacimiento pasara al primer plano de la batalla por ver a Jesús en términos de héroe mítico, de salvador divino. 

Sus orígenes fueron tan escandalosos como los medios por los que recibió la muerte. No era nadie, un simple niño de Nazaret del que no se creía que pudiera surgir nada especialmente bueno. Nadie parecía conocer a su padre. Incluso es posible que hubiera sido ilegítimo. Los indicios que así lo apuntan se hallan desparramados por todo el ámbito de la tradición cristiana primitiva, como fragmentos de dinamita que no han explotado y han pasado desapercibidos. La tarea interpretativa empezó a actuar una vez más. No era un hijo ilegítimo, sino que Dios era su padre; había nacido del Espíritu Santo. No era oriundo de Nazaret, sino que había nacido en Belén, la ciudad de David. Aquel nacimiento en Belén había sido profetizado por el profeta Miqueas, No se trataba de un donnadie, sino que procedía de la casa real de David. Podemos seguirle la pista a su genealogía. No se hallaba alienado de su familia. Su padre terrenal le reconoció al conferirle un nombre. Su madre mantuvo todas estas maravillas en su corazón y las consideró cuidadosamente. Su nacimiento no pasó desapercibido. Los ángeles le cantaron, los pastores viajaron hasta su pesebre, los sabios de Oriente le trajeron regalos y predijeron su grandeza. 

De ese modo empezó a desplazarse la batalla por salvar la asombrosa y escandalosa comprensión de que podía verse y experimentarse a Dios en el amor que se autoentrega, y que surge de la vida y el corazón de un hombre traicionado, negado, desamparado y ejecutado, para pasar desde los acontecimientos del final de la vida de Jesús, a los del principio de su existencia. Antes de abordar los orígenes, hubo que «fijar» el tema de la cruz. Pablo había realizado su tarea y encontrado la muerte del mártir antes de que empezara a plantearse cualquiera de estos temas. Marcos, el primer evangelista, escribió su historia de la vida de Jesús sin hacer la menor alusión a cuál era el nacimiento o los orígenes de Jesús. Pero este tema surgió durante la novena década de la era cristiana, y se abordó de formas muy variadas. De ese modo surgieron las tradiciones sobre la natividad de Jesús.   

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