sábado, 3 de noviembre de 2018

El desarrollo de la tradición de la natividad -John Shelby SPONG


Las historias que se desarrollaron alrededor del nacimiento de Jesús han cautivado la imaginación del público en mayor medida que cualquier otra parte de las Sagradas Escrituras. En la civilización occidental, casi todos están familiarizados con esta parte de la tradición cristiana, tanto si se hallan relacionados con la Iglesia como si no. Las escenas del nacimiento de Jesús han sido fuertemente remachadas en nuestras mentes conscientes e inconscientes a través de magníficos tesoros artísticos, de queridos himnos y villancicos, de la tarea de un compositor como Handel, o de un poeta como W. H. Auden, así como de representaciones públicas anuales.

En la vida de la Iglesia, hace ya mucho tiempo que la Navidad ha sobrepasado a la Pascua como fiesta favorita, si no en la mente de los teólogos sí, al menos, en las mentes de los fieles. La Navidad es un período romántico, con velas encendidas y servicios religiosos a medianoche. En la celebración de la Navidad encuentran expresión la promesa de paz, el anhelo por estar juntos, el intercambio de regalos y la fiesta familiar por excelencia. Celebra la inocencia de la infancia describiéndonos al Dios que se acerca a nosotros con la humildad de un niño desamparado. Todos estos elementos han servido para que los orígenes de la Navidad constituyan una parte de nuestra memoria tribal, y para que las narraciones de la natividad, contenidas en el Nuevo Testamento, sean familiares para todos aquellos que participan en un orden social imbuido por el cristianismo. Esas narraciones constituyen una parte atesorada del folklore de nuestra civilización, y nos aferramos a ellas con una tenacidad irracional, no muy distinta a la forma en que nos aferramos a cualquier posesión preciada. 

Pero esas mismas narraciones de la natividad de nuestro Señor también son uno de los objetivos favoritos de la crítica planteada por los racionalistas. Se hallan tan atiborradas de detalles legendarios que la historicidad se desmorona cuando se las sitúa bajo el microscopio de la erudición moderna. Aspectos tales como la estrella errante que se mueve por el cielo para conducir a los exóticos magos al lugar del nacimiento de Jesús, las revelaciones divinas surgidas a través de los sueños, los coros angélicos poblando los cielos y el milagroso nacimiento de un niño concebido sin la intervención de ningún agente masculino humano no escapan, si se creen con seriedad o se afirman literalmente, a la clase de preguntas críticas que tanto detestan afrontar los fundamentalistas bíblicos. 

Los científicos se enfrentan a esas afirmaciones desde las disciplinas de la astrofísica y la genética. Los historiadores que analizan esas narraciones literalizadas identifican en ellas ecos del pasado, y especialmente de aquellas tradiciones que forman una parte vital de la saga del antiguo Israel. 

También se pone a prueba la credibilidad racional cuando esas imágenes románticas sobre la infancia de Jesús se ven pobladas por un rico elenco de personajes que parecen perfectamente capaces de ponerse a cantar en cualquier momento con una consonancia perfecta, como si se tratara de personajes de opereta. En consecuencia, una tradición tan querida colisiona con la racionalidad cuando los ciudadanos de este siglo leen las historias bíblicas de la Navidad, tomadas como historia literal, con unas mentes configuradas por la ciencia y la imagen que se tiene del mundo en el siglo XX. 
Además, actualmente ningún erudito reconocido del Nuevo Testamento, ya sea católico o protestante, defendería con seriedad la historicidad de esas narraciones. Eso, sin embargo, no significa que las historias de la natividad de nuestro Señor no sean queridas, valoradas e incluso vistas como proclamaciones válidas del evangelio. Sí significan, no obstante, que ya no se las toma al pie de la letra, y que tampoco se las sigue utilizando para apuntalar una doctrina tan bien conocida como la natividad de la virgen, que es de hecho un nombre popular mal utilizado para lo que debería denominarse con mayor propiedad la doctrina de la concepción virginal. 

De hecho, los círculos eruditos actuales se apresuran a rechazar el propio concepto de nacimiento de una mujer virgen entendido de una forma biológica literal. Los católico-romanos continúan aceptándolo sin inmutarse, pero lo mejor que puede hacer por la concepción virginal un erudito católico-romano como Raymond Brown consiste en sugerir que las evidencias del Nuevo Testamento no excluyen del todo esa posibilidad. Se trata de una actitud muy alejada ya de la defensa a ultranza de otros tiempos pasados. Esa percepción, sin embargo, todavía no ha calado entre los clérigos y los fieles, aunque sin duda alguna lo hará. Con el tiempo, la narración sobre la natividad correrá la misma suerte que la de Adán y Eva o la historia de la ascensión cósmica, reconocidas claramente como elementos mitológicos en nuestra tradición de fe, cuyo propósito no era describir literalmente un acontecimiento, sino captar las dimensiones trascendentes de Dios con las palabras terrenales y los conceptos propios de los seres humanos del primer siglo de la era cristiana.  

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