sábado, 3 de noviembre de 2018

El desarrollo de la tradición de la natividad -John Shelby SPONG-4


Ahora nos hallamos ya a dos pasos de distancia de la experiencia cristiana fundamental. A medida que la resurrección se vio más y más como la expresión del poder de Jesús para levantarse de entre los muertos, su contenido se narró cada vez más en términos del regreso de Jesús a la vida, antes que en términos de su exaltación al cielo. Sólo en esta fase del desarrollo empezamos a ver la formación de las narraciones sobre la Pascua que enfocan la atención tanto sobre la vacuidad del sepulcro, como sobre las apariciones del Jesús resucitado. Del mismo modo, sólo en este punto aparece en la narración cristiana la afirmación de una resurrección física y corporal. Esta tendencia obligó a su vez a la creación de un nuevo contenido que se introdujo en la historia de Jesús para explicar la exaltación al cielo. Así pues, sólo entonces empezamos a oír narraciones acerca de una ascensión cósmica. La división antinatural de la exaltación en los componentes de la resurrección y la ascensión significó que los evangelistas tuvieron que haber relacionado entre sí los dos acontecimientos ahora distintos. Y en este punto nos encontramos ya a tres pasos de distancia de la experiencia fundamental. 

En realidad, esa manera de relacionar las dos narraciones se produjo de dos formas. En Marcos, Mateo y Juan la Pascua es, fundamentalmente, resurrección y exaltación. En Marcos no se dice nada sobre la resurrección, pero la implicación clara es que es al Señor exaltado, que se les aparece desde el cielo, a quien los discípulos se encuentran en Galilea (Marcos 16, 7). En Mateo, la única narración que se hace sobre la aparición del Señor a los discípulos se sitúa en lo alto de una montaña de Galilea, donde el Señor exaltado llegó hasta ellos, procedente del cielo, para comunicarles el mandato divino (Mateo 28, 16-20). En el cuarto evangelio, la primera aparición del Señor se produce ante María Magdalena, y Jesús le prohibió que le tocara porque «todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre» (Juan 20, 17). Ese mismo día, algo más farde, fue claramente el Señor ascendido y exaltado el que se apareció a los discípulos y dirigió el aliento sobre ellos para que recibieran el Espíritu Santo (Juan 20, 19-23). De este modo, los evangelios ofrecen una evidencia más de que el significado original de la Pascua se entendía en términos de la esencia de la vida de Jesús como incorporada al mismo ser de Dios, algo que se describía como la acción de Dios exaltando a Jesús a su diestra. Eso fue lo que convirtió a Jesús en «Señor» y transmitió a los discípulos la convicción de que Jesús no sólo estaba vivo de nuevo, sino que estaría eternamente disponible para ellos. 

Lucas, sin embargo, siguió un esquema diferente. Separo con un período de cuarenta días la narración de la resurrección de aquella en la que se hablaba de la ascensión (Lucas 24; Hechos 1). También utilizó la narración de la ascensión como momento culminante o para cerrar las apariciones de la resurrección, y para la preparación de la Iglesia para la llegada del Espíritu Santo de Dios en Pentecostés, que constituyó una tercera parte distinta en la narración de la exaltación hecha por Lucas (Lucas 24, 50 y ss.; Hechos 2). Dentro del mundo de la erudición bíblica parece evidente que Lucas hizo lineal y narrativo lo que originalmente había sido instantáneo y considerado como una cuestión de proclamación.

Dios había abrazado a Jesús en la misma esencia de la divinidad, para que estuviera a su derecha. La acción divina reivindicaba la figura del siervo y afirmaba la vida de Jesús como de amor y autoentrega. En consecuencia, Jesús era Hijo de Dios, engendrado en una exaltación celestial revelada en la experiencia de la Pascua y percibida en el corazón de los creyentes. Esa parece que fue la proclamación original de la resurrección, subyacente en las capas de teología y apología que se desarrollaron más tarde. 

El primer evangelio, el de Marcos, se escribió de treinta y cinco a cuarenta años después del momento de la Pascua. Para cuando escribió Marcos ya se habían producido muchos movimientos. En primer lugar, la filiación divina de Jesús, oculta a los discípulos hasta la resurrección, ya se anunciaba al lector, a pesar de todo, en el primer versículo: «el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Marcos 1, 1). Las fuerzas demoníacas sobrenaturales también eran conscientes de la verdadera identidad de Jesús a lo largo de la historia que nos cuenta Marcos (como, por ejemplo, en 1, 24). En segundo lugar, lo que los discípulos entendieron en la Pascua se le había comunicado directamente a Jesús al principio de su ministerio. Para Marcos, el Espíritu Santo declaró a Jesús como Hijo de Dios no en el momento de la exaltación que siguió a su muerte, como lo había sido para Pablo, sino en el momento del bautismo, que inauguraba su ministerio (Marcos 1, 11). Así pues, la adopción de Jesús por parte de Dios había iniciado una especie de viaje retrospectivo en el tiempo. En el momento de escribir Marcos ese viaje se había detenido en una estación intermedia, en el acontecimiento del bautismo.

Marcos se limitó a transferir muchos de los elementos originales de la narración de la exaltación desde la historia de la Pascua a la del bautismo. En lugar de la exaltación al cielo, los cielos se abrían ahora no para recibir a Jesús, sino para hacer descender el poder celestial sobre su persona (Marcos 1, 10). Ahora, Marcos identificaba al Espíritu Santo, que en la epístola de Pablo a los Romanos designaba a Jesús como Hijo de Dios en la resurrección (1, 4), como el poder que designo a Jesús como Hijo de Dios en el momento del bautismo. En el septuagésimo año de la era cristiana, la elección de Jesús como Hijo de Dios por parte del Espíritu Santo se había trasladado desde la exaltación al cielo a la resurrección a la vida primero, y ahora al bautismo. Por muy espectacular que fuera esa transición, no sería por ello el capítulo final de esta historia de fe en expansión.  

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