lunes, 5 de noviembre de 2018

El Jesús de Mateo -John Shelby SPONG


Para el autor del evangelio de Mateo, había aparecido Emmanuel. Escribió para proclamar su convicción de que, en Jesús de Nazaret, Dios había sido experimentado viviendo en la historia humana. Este concepto quedó expresado como una promesa en los versículos iniciales del evangelio, cuando el ángel le dijo a José: «Y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa "Dios con nosotros"» (Mateo 1, 23). Cuando la historia de Mateo llega a su fin, esta idea se había convertido en una realidad y fue articulada por Jesús, al hacer que Emmanuel afirmara por sí mismo en el versículo que cierra el evangelio: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20). La historia que nos narra Mateo se despliega, pues, dentro de los paréntesis formados por estas dos frases.

A juzgar por las fuentes internas, el autor de este evangelio fue, con toda probabilidad, un escriba judío que se había convertido en cristiano. Pareció haber sido instruido en un método peculiarmente judío de estudiar las Escrituras. Repasó su sagrado texto judío para encontrar claves, indicios y predicciones. Su estilo fue el propio del midrash hagádico. Eso se pone especialmente de manifiesto en aquellos elementos de su historia en que los detalles objetivos de la vida de Jesús aparecen entre sombras. Este autor no sugiere ni cree que todo aquello que escribe sea objetivo. Su deseo consistió en iluminar la presencia del Dios que encontró en Jesús, proclamar cómo este Jesús había satisfecho los anhelos de los tiempos, la forma en que las esperanzas, tradiciones, expectativas y hasta el folklore judíos encontraron realización en esta vida humana que había llegado a conocer como Emmanuel. Señor y Cristo. 

Cuando se escribió este evangelio, el autor no pudo consultar los archivos de los periódicos, o las videocintas de las emisoras de televisión. Ni siquiera pudo examinar con detenimiento una historia judía de aquellos tiempos. El único dato objetivo del que disponía era el impacto que había ejercido la vida de este Jesús, un impacto tan importante que la historia de su vida se había contado y recontado de una vida a otra, de un corazón a otro, de una fe a otra. 

En el momento de escribir Mateo habían transcurrido por lo menos cincuenta años desde que concluyera la vida terrenal de Jesús, y quizás habían pasado hasta ochenta y cinco altos desde su nacimiento. Los lectores modernos del texto de Mateo deben darse cuenta de que su trabajo no es ni histórico ni biográfico, sino sólo una proclamación de una fe viva. Ese texto no puede leerse como una historia literal, sin transformar la verdad que contiene en un disparate o una fantasía. 

Desde que la vida física de esta figura histórica había llegado a su final, se habían producido algunos acontecimientos históricos difíciles. Había tenido lugar una revolución judía contra Roma y su dominación política sobre la nación. Fue una revolución basada más en la emocionalidad que en la realidad del poder judío y, en consecuencia, fue aplastada por las legiones romanas. La ciudad de Jerusalén fue destruida. El templo quedó arrasado y sólo quedó de él un muro que, andando el tiempo, se convertiría en «el muro de las Lamentaciones». Con ello, la nación judía dejó de existir. 

Junto con la destrucción de la nación judía también se produjo la del centro judío de este movimiento de Jesús. La preeminencia del pueblo judío en el movimiento cristiano se vio gravemente debilitada, y se aflojaron los lazos judíos de la Iglesia cristiana. Así, los gentiles empezaron a superar en número a los judíos entre los denominados «seguidores del camino». Fue una época de grandes sacudidas y ansiedad para la joven comunidad cristiana.

Así, en algún momento que podemos situar entre el principio y la mitad de la novena década de la era cristiana, quizás de diez a quince años después de la caída de Jerusalén, un miembro judío de la comunidad cristiana, que probablemente vivía en Siria, tomó sobre sí mismo la tarea de escribir una historia de Jesús. Ya se había escrito al menos otro evangelio, llamado kata Markon (según Marcos), pero Marcos no era adecuado para satisfacer las necesidades experimentadas por esta persona anónima. Este autor sintió que Marcos no es que estuviera muy equivocado, sino que más bien necesitaba una expansión y quizás un énfasis diferente. De vez en cuando cambiaba y corregía lo escrito por Marcos, pero se mostró más ávido por añadir cosas a ese primer evangelio. Y lo hizo tan bien que, según los conocimientos habituales durante los primeros siglos de la historia cristiana, se consideró que lo que ahora conocemos como el texto de Mateo fue el evangelio original y más fidedigno, mientras que el de Marcos se consideró, sencillamente, como una narración condensada, una especie de versión de Mateo a lo Reader's Digest. Este punto de vista, aunque abandonado por los eruditos actuales, explica el hecho de que se colocara a Mateo en el primer lugar del canon del Nuevo Testamento adoptado por la Iglesia en el siglo II. 

Casi no disponemos de información personal alguna sobre este autor. La conexión con el discípulo recaudador de impuestos, llamado Levi Mateo, no es más que una suposición posterior totalmente insustancial. En este evangelio nada sugiere que el autor fuera un testigo ocular de los acontecimientos que describe. A partir de fuentes internas, sabemos que, aunque judío, su lengua fundamental era el griego. Podemos suponer que se trataba, con toda probabilidad, de un judío de la diáspora. Sin duda alguna, se había visto configurado por la herencia de la tradición de su culto judío. Tenía un respeto enorme por la ley judía, pues sólo en este evangelio se oye decir a Jesús: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda» (Mateo 5, 17-18). 

Reflejaba un profundo respeto por la autoridad de los escribas y fariseos. El Jesús de Mateo es el único que le recuerda a la multitud que «en la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan» (Mateo 23, 2). Su más feroz hostilidad se dirigió contra aquellos líderes religiosos judíos que se habían opuesto a Jesús, que eran, en palabras de Mateo, «hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos» (Mateo 23, 13), y «sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia» (Mateo 23, 27). Estas notas internas sólo tienen sentido si asumimos que el autor del evangelio de Mateo era un escriba del partido fariseo que había llegado a creer en Jesús. Raymond Brown ha llegado a sugerir que, en el capítulo 13, cuando el autor de este evangelio alaba al escriba «que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos [y] es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mateo 13, 52), estaba insertando, de hecho, una nota autobiográfica en su historia.  

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