jueves, 29 de noviembre de 2018

EL RELATO DE LA CRUCIFIXIÓN ( I )-J . S . SPONG



John Shelby Spong

Un treinta o un cuarenta por ciento de cada uno de los evangelios está dedicado a la última semana de la vida de Jesús de Nazaret. Sin duda éste fue el foco de las narraciones de los evangelios. El énfasis de los evangelios estaba en esa parte del mensaje. El evangelio de Marcos se ha dicho que era, en definitiva, “un relato de la pasión más un prólogo”. Juan dedica 9 de sus 21 capítulos (del 13 al 21) a la última semana en la vida de Jesús, y la historia de la despedida aparece ya en el capítulo 13. Aunque se escribiesen pasado ya bastante tiempo tras la crucifixión (entre cuarenta y setenta años), no cabe duda de que la cruz era aún el centro del mensaje cristiano.

Durante la mayor parte de la historia cristiana, los seguidores de Jesús han leído estas historias de la pasión como crónicas escritas por testigos presenciales, por lo que eran históricamente bastante fiables. Los detalles contenidos en estos relatos de los hechos finales de la vida de Jesús se grabaron con fuego en nuestra memoria gracias a la liturgia, y la narración de la crucifixión ha llegado a ser, junto con el nacimiento de Jesús, la parte más conocida del relato cristiano común. La mayoría de nosotros conoce las líneas generales e incluso los detalles de este relato que comienza con la entrada triunfal en Jerusalén, que se celebra el Domingo de Ramos. Tras él, se pasa a la escena de Jesús expulsando del templo a los cambistas. Luego, la cuidadosa preparación de una comida (que pronto se identificó como “la última Cena”), celebrada en un sitio prestado que pasó a conocerse como “el Cenáculo”. Posteriormente, seguían la ida al huerto de Getsemaní; la traición de Judas con un beso, seguida del arresto; el juicio ante las autoridades judías; la triple negación de Simón Pedro, indicada por el canto de un gallo; el juicio ante Pilato; la liberación de Barrabás; las burlas a Jesús con el manto púrpura y la corona de espinas; los azotes por orden de Poncio Pilato; el camino al Calvario; la ayuda de Simón de Cirene para llevar la cruz; la crucifixión; la oscuridad en pleno mediodía; el grito de abandono: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; la muerte de Jesús y, finalmente, el entierro, facilitado por alguien llamado José de Arimatea. Durante siglos, se han compuesto himnos que hicieron aún más vivas estas imágenes y escenas. Uno piensa en cantos como “Ve al oscuro Getsemaní” o “¿Estabas tú allí, cuando lo llevaban a la cruz?” o muchos otros. El arte cristiano, desde las obras maestras de la pintura, reunidas en los grandes museos de todo el mundo, hasta los vía crucis de las iglesias rurales más humildes, todo ello ha hecho que estemos familiarizados con los elementos más importantes y con la inolvidable calidad global de esta narración.

Sin embargo, sigue siendo necesario plantear una pregunta: ¿cuánto de este relato es historia? ¿Cuánto en él fue un intento posterior de presentar a Jesús como el cumplimiento literal de la expectativa contenida en las Escrituras? ¿Cuánto de este material se creó como fruto del esfuerzo de hacer que la historia se ciñese a unas líneas de interpretación previamente establecidas? A fin de cuentas, estos relatos se escribieron entre dos y cuatro generaciones después de los acontecimientos que parece que describen. Durante unos mil ochocientos años aproximadamente, la exactitud de estas narraciones se cuestionó muy poco en el cristianismo. Sin embargo, en los últimos doscientos o trescientos años, nuevas fuentes de información, unidas a un enfoque crítico en el estudio de la Biblia, similar al aplicado a otros textos, nos han abierto una comprensión de los mismos muy novedosa. A partir de este nuevo conocimiento, se han introducido en nuestro pensamiento conclusiones radicalmente nuevas. Este nuevo estudio comenzó principalmente en Alemania pero se extendió posteriormente. Los resultados han sido saludables pues han hecho más profunda la fe de unos y han hecho tambalearse el literalismo de otros. 

El primer logro de estos nuevos estudios fue el establecimiento de las fechas de los principales escritos del Nuevo Testamento, con lo que pudimos empezar a leer los libros que lo forman en el orden en que se escribieron y en el que el relato común fue creciendo. Pablo fue el primero en escribir: todas las epístolas realmente suyas se escribieron entre el año 51 y el 64. Si leemos a Pablo prescindiendo de las ideas e intuiciones de los evangelios, que son posteriores, descubrimos que él no menciona la historia de que uno de los doce que fue un traidor. Tampoco sitúa la crucifixión en la Pascua. Parce no saber nada de la escena del huerto de Getsemaní y tampoco parece saber nada del papel de Pilato, Barrabás o Pedro en los sucesos de la pasión. Pablo parece no saber de ninguna “palabra” dicha por Jesús en la cruz, ni tampoco de la oscuridad al mediodía o de la tumba propiedad de José de Arimatea, donde se enterró a Jesús. Lo que sí hace Pablo es interpretar la cruz como parte de un plan de salvación: “murió por nuestros pecados”, escribe. También sugiere que la crucifixión fue “según las Escrituras”, lo que para él significa según el Antiguo Testamento pues, obviamente el “Nuevo” no existía y no existió hasta bastante después de la muerte de Pablo. La frase “según las Escrituras” indica claramente, por tanto, que lo sucedido con Jesús se interpretó como el cumplimiento de las expectativas judías y que esta forma de interpretar fue parte del modo como los cristianos, desde antiguo y de forma generalizada, pensaron la experiencia del Maestro. 

Cuando Marcos, a comienzos de los años 70, escribió su evangelio, que es el más antiguo, empezó a debilitar la tesis literalista al contarnos que, cuando arrestaron a Jesús, “todos los discípulos lo abandonaron y huyeron”, por lo que, si hemos de ser literales, parece que no hubo testigos presenciales de los hechos. Marcos fue el primero en hablar de Judas Iscariote, de las negaciones de Pedro y de la historia de Barrabás y sabemos que fue el primero en escribir un relato de la crucifixión (Mc. 14:17-15-47), ahora bien, cuando leemos su narración, sabemos que no es en absoluto una crónica hecha por un testigo presencial sino que es una interpretación de la muerte de Jesús basada en la Biblia Hebrea, y, sobre todo, en dos pasajes de la misma. El primero es Isaías 53, escrito en el siglo VI aC., y el segundo es el Salmo 22, escrito probablemente en el siglo V aC. Marcos extrajo de estas dos fuentes la mayor parte de los detalles de su historia. Del Salmo 22 tomó el grito de abandono (“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), la burla de los presentes y el reparto de las vestiduras, incluido el detalle de que los soldados que se sortearan la túnica. De Isaías 53 tomó el silencio de Jesús ante sus acusadores, los dos ladrones crucificados con él, uno a cada lado, y el dato de la tumba con los ricos, cuyo desarrollo es la referencia a José de Arimatea. Así pues, si durante siglos se nos enseñó que este primer relato era la crónica de un testigo presencial, ahora sabemos que Marcos nunca pretendió que fuera tal cosa.

Más o menos una década después, Mateo copió la mayor parte del relato de Marcos, introduciendo unos pocos añadidos tan sólo. Para Mateo, Judas es un personaje más oscuro, y, además, añade algunos detalles: sólo Mateo menciona el precio de la traición en treinta monedas de plata; sólo en Mateo Judas se arrepiente y trata de devolver el dinero arrojándolo en el Templo aunque los sumos sacerdotes y los ancianos no se lo acepten, y sólo en Mateo Judas se ahorca tras ello. Sin embargo, ni siquiera estos detalles parecen ser un recuerdo real sino, más bien, nuevos detalles tomados prestados de otras historias de traiciones consignadas en las Escrituras y que deliberadamente se recrean en la historia de Judas. En Zacarías, por ejemplo, el rey pastor de Israel recibe treinta piezas de plata de aquellos que compran y venden animales en el Templo, y después las arroja de nuevo al lugar del que procedían. Y en las historias que se cuentan del rey David, un hombre llamado Ajitofel, que se sentaba a la mesa del rey, lo traiciona, y cuando su treta fracasa, se va fuera y se ahorca.

Lucas, que escribe más o menos una década más tarde, y también tiene en cuenta a Marcos, se fija en que, en Isaías 53 se dice que el “siervo” (una creación mítico-literaria del autor anónimo de los escritos que llamamos Segundo Isaías –Is. 40-55-) ha intercedido por quienes lo atormentaban, e incluye este detalle en su relato cuando dice que Jesús intercedió por los que lo habían crucificado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lucas también toma de Isaías algún detalle de la historia de los malhechores, a quienes Marcos introdujo sin más comentarios y que, según Mateo, sufren el mismo tormento que Jesús, cuando hace que uno de ellos se arrepienta: a él dirige Jesús palabras de consuelo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Lucas omite además el grito de abandono (“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”) y lo sustituye por unas palabras de fe y confianza: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. 

Cuando llegamos a Juan, cuyo evangelio se escribió cerca del final del siglo I, es decir, unos 65 o 70 años después de la crucifixión, nos encontramos con un relato de la pasión muy diferente. No hay angustia de Jesús en Getsemaní ni hay dudas sobre si beber o no el cáliz. El Jesús de Juan dice: “yo para esto he nacido”. Por primera vez aparece en Juan la madre de Jesús al pie de la cruz, y Jesús se la encomienda al “discípulo amado”, una figura ignorada por los otros evangelios. El relato de las autoridades que llegan para acelerar la muerte de los condenados quebrándoles las piernas también aparece por primera vez en Juan, quien señala que a Jesús se le evitó este último ultraje porque ya estaba muerto. Lo cual dio cumplimiento –según Juan– a una profecía como la de “no se le quebrará hueso alguno”, referida a los corderos que se utilizaban en el culto judío tanto en Pascua como en el Yom Kippur. Según Juan, las autoridades, contrariadas al verlo ya muerto, clavan una lanza en el cuerpo de Jesús, de cuya herida mana sangre y agua, con lo que se cumple, según Juan, la palabra de Zacarías: “mirarán al que traspasaron”.

Así pues, al seguir el hilo de la puesta por escrito del relato común de la pasión empezando por Pablo (años 51-64) y siguiendo por Marcos (72), Mateo (82-85), Lucas (88-93) y Juan (95-100), vemos cómo dicha historia va creciendo y enriqueciéndose en detalles, y empezamos a entender cómo y con qué propósito se añadieron, a la historia de la pasión, todos y cada uno de ellos.

Lo que hemos hecho ha sido, pues, un primer caer en la cuenta de lo escasos que son los elementos del relato de la crucifixión que pueden considerarse como históricos. Hay más cosas que merece la pena señalar, sin embargo. Los evangelios de Lucas y de Juan, que son más tardíos, llegan a exonerar a Judas al sugerir que estaba dominado por Satán y que no era responsable de su actuación. También el retrato de Pilato va siendo más comprensivo con él con el tiempo, pues llega a no encontrar falta en Jesús y a buscar la forma de liberarlo. ¿Hasta qué punto es verdaderamente histórico este relato? ¿Cuáles son las implicaciones si no lo es? . 

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