jueves, 1 de noviembre de 2018

Escapar del literalismo bíblico - John Shelby SPONG-3


Otros prejuicios negadores de la vida se han visto perpetuados a través de la historia como posturas «cristianas» oficiales, fortalecidas por una apelación a la Biblia literal. En esa lista se incluiría el rechazo de los zurdos, como personas anormales, la esclavización y segregación de personas no blancas, consideradas como subhumanos, la violación y asesinato de personas gays o lesbianas, etiquetadas como enfermas o depravadas, la expulsión de los santuarios de la Iglesia, incluyendo el oficio de difuntos, de todos aquellos que hayan cometido suicidio, y el rechazo y excomunión, por ley canónica, de todas aquellas personas divorciadas, independientemente de las circunstancias que hayan conducido al divorcio. Siempre me ha parecido muy extraño que algo considerado como la palabra de Dios se haya convertido una y otra vez en un arma de opresión en la vida de la Iglesia. Pero eso queda para el juicio de la historia.

Resulta casi gracioso examinar la «moralidad bíblica», como la denominan los literalistas, que no parecen comprender lo inmorales que son, desde nuestro estándar actual, muchas de las actitudes bíblicas. Por ejemplo, según los mitos hebreos más antiguos sobre la creación, la mujer no fue creada a imagen y semejanza de Dios, sino que más bien surgió a la existencia como producto de un pensamiento marginal, para proporcionar al hombre una «ayuda adecuada» (Génesis 2, 20). La mujer era propiedad del hombre. Lot, llamado justo por la Biblia, ofreció a sus hijas vírgenes a la encolerizada multitud de la ciudad de Sodoma (Génesis 19, 8). ¿Quién se atreve a apoyar esa parte de la «moralidad bíblica»? En los Diez mandamientos, la parte fundamental de la ley judía, saludada todavía con ingenuidad como la esencia de la moralidad bíblica, la esposa aparecía tras la casa del hombre y antes del buey, como una posesión que no debía ser codiciada por otro hombre (Éxodo 20, 17). Los moralistas que citan el séptimo mandamiento, que prohíbe el adulterio (Éxodo 20, 14), pasan por alto el hecho de que la poligamia fuera el estilo matrimonial vigente cuando se entregaron los mandamientos. En realidad, trescientos años después de la entrega de la ley en el monte Sinaí, Salomón tenía setecientas esposas y trescientas concubinas, según se afirma en la Biblia (1 Reyes 11, 3). ¿Qué significa «adulterio» cuando un hombre posee mil mujeres? Tomado en su contexto literal, el séptimo mandamiento prohibía a un hombre violar a la mujer que fuera propiedad de otro hombre. Pero una mujer que no fuera propiedad de nadie era harina de otro costal. Eso no parece que sea tan moral como los moralistas intentan hacernos creer. 

Al margen del ingenuo literalismo de los fundamentalistas, y del más sutil literalismo de un amplio segmento de los líderes de la Iglesia, hay otro nivel de literalismo bíblico, que no ha sido desafiado ni siquiera en los círculos religiosos y académicos. Se trata de la afirmación de que las historias que contiene la Biblia son absolutamente únicas, novedosas y no sincretísticas, o el literalismo que pasa por alto los aspectos universales de todo el folklore religioso. Joseph Campbell, en su conversación con Bill Moyers, publicada bajo el título The Power of Myth, sugirió que las personas religiosas deberían estudiar los mitos de otras religiones distintas a la suya porque tienden a literalizar los mitos de sus propios sistemas religiosos.

En las mitologías del mundo hay muchas historias que cuentan con partes paralelas y familiares de la tradición cristiana. Las figuras divinas nacen de madres vírgenes, los héroes míticos mueren, resucitan y regresan a los cielos en ascensiones cósmicas. Cuando leemos estas tradiciones en el contexto de los escritos egipcios sagrados, no se nos ocurre literalizar las historias de Isis y Osiris. Sabemos que, en ese caso, nos encontramos ante mitos antiguos. Y, sin embargo, evitamos hacer lo mismo cuando se trata de nuestra propia fe. De hecho, los cristianos recelan y expulsan de su cuerpo a cualquiera que no afirme la total historicidad de la historia cristiana, tachándolo de no creyente, e incluso de herético. La mayoría de los cristianos creyentes no han reconocido todavía en su tradición religiosa la subjetividad del lenguaje, de la historia, de un sistema particular de valores, o de una actitud mental específica.

¿Se puede transmitir el significado de la ascensión de Jesús (Hechos 1), que en su contexto bíblico supuso un universo en tres escalas (una Tierra plana, y un cielo literal por encima del cielo abovedado), a partir de las palabras y formas de pensamiento procedentes de una época que primero congeló esa experiencia en imágenes tan rigurosas y en unos hechos fechados de una forma tan concreta? ¿Puede la gente de la era espacial evitar el llegar a la conclusión de que, aunque Jesús se elevara literalmente de esta Tierra y aunque viajara a la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo) no ha escapado todavía de los límites de nuestra galaxia? ¡El literalismo puede conducirnos a extraños absurdos! 

En la visión que se tenía de la genética durante el primer siglo de nuestra era, se suponía que toda la vida del niño se hallaba genéticamente presente en el esperma del hombre, un concepto denominado humuncleosis. En consecuencia, las narraciones de la natividad, escritas en esa misma época, sólo tenían que desplazar al hombre para afirmar el origen divino de Jesús, puesto que se tenía el convencimiento de que la mujer no ofrecía nada más que el útero, para que sirviera a modo de incubadora. Tomada literalmente, esa historia no tiene ningún sentido en un mundo que comprende de un modo muy diferente los procesos genéticos, tanto del hombre como de la mujer. Los autores de las narraciones de la natividad no sabían nada sobre óvulos o sobre el modo en que se forman genéticamente los zigotos.

Si en la actualidad se toman al pie de la letra las leyendas de Marcos y Lucas sobre la natividad, se destruye el concepto cristiano de la encarnación, según afirman teólogos tan eminentes como Wolfhart Pannenberg y Emil Brunner.6 Un Jesús que recibe su naturaleza humana de María y su naturaleza divina del Espíritu Santo no puede pasar la prueba de ser completamente humano y completamente divino. De hecho, no sería ni humano ni divino, según han argumentado tanto Pannenberg como Brunner. Si el punto de vista de ambos fuera correcto, ni el mismo cristianismo podría seguir tomando al pie de la letra la tradición de la natividad de una virgen. A pesar de todo, hace pocos años, en el refectorio de uno de los seminarios protestantes más destacados de Estados Unidos, los estudiantes con los que hablé seguían tomándose la historia de la virgen al pie de la letra y, lo que quizás sea más terrible, citaban a uno de sus profesores para dar mayor fuerza a sus argumentos. 

Cuando un obispo episcopaliano me dijo que aceptaba literalmente la historia de la natividad de una virgen porque «si Dios quiso nacer de una virgen, podría haberlo arreglado», o cuando otro dijo: «Si Dios creó ex nihilo, el nacimiento de mujer virgen sería una bagatela», no pude evitar el pensar para mis adentros: «¿Cómo puede la Iglesia sobrevivir en este mundo si existe tanta falta de academicismo entre sus líderes?». En sus declaraciones, esos obispos afirmaban su fe en un Dios que era, de hecho, una persona masculina y manipuladora, capaz de dejar de lado los procesos del mundo para producir un milagro sólo con tal de dar a su presencia divina una empresa humana llamada vida, de la que ese mismo Dios se hallaba claramente separado. Además, con sus palabras revelaron no poseer ningún conocimiento sobre los estudios bíblicos que han arrojado una nueva luz, desde hace por lo menos un siglo, sobre la interpretación de las narraciones relativas al nacimiento de Jesús.

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