miércoles, 28 de noviembre de 2018

JESUCRISTO NO ES NUESTRO SALVADOR TRAS LA « CAÍDA »-J . S . SPONG


John Shelby Spong


En mi estudio de los orígenes de la vida y de su evolución, he llegado a convencerme de que tenemos que abandonar la concepción tradicional que está implicada en la idea del “pecado original”. Era una interpretación teológica equivocada, basada en la asunción de la idea de que la vida humana empezó siendo perfecta pero nuestra desobediencia destruyó esa perfección, lo cual nos separó de Dios. Este fue nuestro “pecado original”, y ningún ser humano escapa a sus efectos. A la luz de lo que sabemos sobre el origen de la vida, el pecado original se ha convertido en una idea pintoresca, que además está en quiebra y, finalmente, resulta nociva y destructiva para nuestra humanidad. El cristianismo del futuro debe tirar por la borda esta idea anacrónica si pretende vivir y participar del mundo que está surgiendo en el siglo XXI.

Hacer esta transición no es fácil, ni para la Iglesia ni para los cristianos individuales. El “pecado original” ha arraigado tan profundamente en el corazón de la definición que el Cristianismo hace de sí mismo que, para mucha gente, abandonar esta idea parece ser equivalente a abandonar el Cristianismo mismo. Por tanto, los líderes cristianos tienen ante sí la tarea ineludible de desarrollar una nueva interpretación del cristianismo que pueda proporcionar una alternativa a la anterior. La alternativa tendrá que ser mucho más radical y mucho más amplia de lo que mucha gente puede ahora siquiera imaginar. También tendrá que ser positiva y tener en cuenta lo que sabemos sobre los orígenes de la vida. 

Un aspecto de este cristianismo alternativo será el reconocimiento de que la palabra “salvador” ya no es un título válido para referirnos a Jesús. Pensemos en lo que este título supone. Uno sólo puede ser el “salvador” si hay algo o alguien que necesita salvación. Uno no puede ver a Jesús como el “salvador” a menos que crea que ha caído de una perfección original al fango del “pecado original”. Dado que este no es el modo en que actualmente se entiende la condición humana, ¿qué contenido le queda al título de “salvador”? ¿A qué se refieren los cristianos evangélicos cuando preguntan si uno “ha aceptado a Jesús como su salvador personal?” ¿Qué significan el mantra protestante “Jesús murió para salvarme de mis pecados”, o el mantra católico que describe la Eucaristía como el “el sacrificio de la misa”, es decir, como una recreación litúrgica de la cruz en la que Jesús murió por nuestros pecados?

El título de “salvador” está tan ampliamente incorporado al relato cristiano que en la mayoría de las liturgias es la forma más importante de describir a Jesús. Variantes del término “salvador” son “redentor” y “rescatador”. Los cristianos llamamos incluso a algunos de nuestros templos “Iglesia del redentor”. Hablamos de “redención en Jesucristo”. “Redimir” significa devolver su pleno valor a algo o a alguien que ha visto comprometido dicho valor, o recomponer lo que se ha roto. Uno “redime” sus cosas de valor en la casa de empeños pagando un precio. 

“Rescatador” es la palabra que subyace a la letra de muchos himnos protestantes, como “Lánzame un cabo para que me salve”, “El amor me levantó” (cuando había caído en lo profundo del pecado) y algunos otros. De muchas maneras se nos dice que el acto por el que Jesús nos salva tiene que ver con su muerte y con el hecho de derramar su sangre en la cruz. Un tanto gore (*) son las imágenes que sugieren algunos textos que entonamos, como “Lavados en la sangre”, “Salvados por la sangre”, y “Hay una fuente llena de sangre”. Todos ellos implican que estamos “sucios”, que somos pecadores y que la sangre de Jesús tiene poder purificador. Para muchas personas, no hay otra forma de entender a Jesús y a la cruz. Por eso debería sorprendernos descubrir que Pablo, el primer escritor que aportó materiales para lo que luego sería el Nuevo Testamento, nunca usó la palabra “salvador” para describir a Jesús. Pablo escribió entre los años 51 y 64 y, si es representativo de lo que se pensaba sobre Jesús en aquellos años, antes de que se escribiese cualquier evangelio, lo que nos sugiere es que la mentalidad que concibe a Jesús principalmente como “salvador” no se daba entre sus seguidores durante los primeros años de la historia cristiana. 

Ni Marcos, que escribió el primer evangelio, a comienzos de los años 70 del siglo I, ni Mateo, que escribió el segundo a mediados de los 80, usaron el título “salvador”. En resumen: a comienzos de los años 80, “salvador” no era aún el título preferido para referirse a Jesús. La palabra “salvador” hace su primera aparición en los escritos cristianos en el Evangelio de Lucas, una obra escrita entre el final de los años 80 y los primeros años 90 del siglo I, en algún momento entre los años 88 y 93. Lucas utiliza la palabra “salvador” dos veces. La primera, en el canto que llamamos “Magnificat”, puesto en boca de María, que dice: “Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”. Notemos, sin embargo, que el primer uso de la palabra “salvador” en en el Nuevo Testamento ¡no se refiere a Jesús, sino a Dios! La segunda vez que Lucas usa la palabra “salvador” sí la aplica a Jesús. Está en el anuncio del ángel, en el relato del nacimiento de Jesús: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Cristo, el Señor” (Lucas 2:11). Aparte de estos dos versículos, el único uso en los evangelios de la palabra “salvador” como nombre para referirse a Jesús está en Juan, en el relato de la samaritana junto al pozo, la cual –se nos dice– después de conversar con Jesús, volvió a su aldea, contó lo que le había pasado y sus vecinos creyeron que “este es el salvador del mundo” (Juan 4:42). 

Tal como la usan estos dos evangelios, la palabra “salvador” podría traducirse mejor como “Mesías”, pues ambos hacen referencia a la función mesiánica de acercar el “Reino de Dios” a la Tierra, con lo que el pueblo judío sería rescatado de los peligros de la historia, es decir, la esclavitud, las derrotas, el exilio y la opresión. En las Escrituras hebreas, pedir a Dios la salvación significaba pedirle que salvase al pueblo judío del acoso de sus enemigos, de un desastre natural o de un drama personal. Nunca hacía referencia a la salvación del pecado o de la caída de una perfección original. 

No encontramos la palabra “salvador” aplicada con regularidad a Jesús hasta las Epístolas Pastorales (Primera y Segunda a Timoteo, y Carta a Tito) y las Generales (**) (es decir, Primera y Segunda de Pedro, las tres de Juan y la de Judas), todas ellas escritas aproximadamente entre el año 90 y el 135 de la Era Común. Estos datos bíblicos hacen que me pregunte cómo ha llegado a ser el de “salvador” el título por el que más se conoce hoy a Jesús. Porque está claro que no fue así como los discípulos, originariamente, pensaron en él.

La idea de una condición humana estropeada, caída y necesitada de un “salvador” sólo tuvo que ver con Jesús a partir del siglo IV. Ésta fue, en mi opinión, la contribución de un hombre llamado Agustín, Obispo de Hipona, ciudad del norte de África. Sus escritos moldearon el pensamiento cristiano durante mil años, más o menos. Y su visión de los orígenes de la vida humana y del pecado aún está presente en el mensaje cristiano de hoy.

Agustín fundió las dos historias de la creación que hay en el libro del Génesis en un único relato, a fin de establecer los antecedentes de la historia de Cristo. Del primer relato (Gn 1:1-2:3) tomó la idea de una perfección original del mundo y todo lo que contiene. El relato dice que Dios creó el mundo en seis días y, cuando terminó, contempló todo lo que había hecho y dijo no sólo que era bueno sino que estaba completo. Según este relato, la vida humana participaba de esta perfección pues el hombre y la mujer eran “imagen de Dios”. Del segundo relato de la creación (Gn. 2:4- 3:24), Agustín tomó su interpretación de la rebelión humana, la desobediencia y la caída en el pecado. Eva, tentada por la serpiente, comió el “fruto prohibido”, lo ofreció también a Adán para que lo comiese y, entonces, “sus ojos se abrieron”. La creación de Dios se arruinó por este acto de desobediencia. Según el relato primitivo, el pecado de Adán y Eva provocó la desaparición de la familiaridad original de la presencia de Dios en el Jardín del Edén. Causó el dolor y la angustia humana, desde el dolor de la mujer en el parto hasta la obligación del hombre de extraer a la tierra el sustento diario. Y el supremo castigo, por este acto de desobediencia, fue la muerte. El hecho de que todos tuviesen que morir significaba dos cosas para Agustín. Primero, que todos participamos de la caída; segundo, que el pecado tenía carácter universal y original. Era imposible escapar de él. Era parte de la esencia de la condición humana en la que nacemos. Necesitábamos que se nos salvase, que se nos redimiese, que se nos rescatase de él. Tal era la condición humana. Para liberar del pecado al mundo, el “salvador” no podía ser del mundo; lo que, por supuesto, significaba que era Dios, que vivía por encima del cielo, el que tenía que enviar al salvador. Con el tiempo, se hizo cada vez más claro además que el salvador tenía que ser, en algún sentido especial, de la misma naturaleza que Dios.

Éste se convirtió en el marco de referencia de Agustín, a partir del cual él contó la historia de Jesús. El término “Mesías” ya no aludía a aquél que traería el Reino de Dios a la tierra, sino a aquél que salvaría a los humanos de la caída y del poder del pecado original. Éste es el contexto en el que, tradicionalmente, se ha contado la historia de Jesús. Obviamente, el relato tradicional depende de la interpretación del origen de la condición humana en términos de caída. 

Tú y yo, sin embargo, vivimos en un mundo post-darwiniano en el que este relato carece de sentido. No hubo una perfección original de la que se pudiese caer. Lo que tuvo lugar fue, más bien, el surgimiento de la vida a partir de un proceso evolutivo en el que la supervivencia se convirtió en el principio motor y en el valor supremo. Nuestros antepasados interpretaron este impulso básico y universal, presente en todos los seres vivos pero se hace consciente en los humanos, como la manifestación de un egocentrismo que, según ellos, era el resultado de la caída. Así, se contemplaba el egocentrismo de forma moralista, cuando se debería haber interpretado biológicamente. Nuestro egocentrismo, que responde al instinto de supervivencia, no es pecaminoso, está en el ADN de la vida misma. 

Por tanto, ser salvado no significa que alguien tiene que pagar el precio por nuestra maldad para satisfacer así a un Dios justiciero, restaurar la vida humana y devolverle un estatus que en realidad nunca tuvo. No puede significar que “Jesús murió por mis pecados”. No puede significar que el bautismo es el acto litúrgico de lavar la mancha de la caída. No puede significar que la Eucaristía es la recreación litúrgica de una operación de rescate divina, consumada en la cruz. Cuando uno desecha este punto central del relato cristiano, se derrumba toda la superestructura de la doctrina, los dogmas, los credos y la liturgia. Entonces es cuando descubrimos que debemos “pensar diferente” y “asumir la inseguridad”. El futuro de la iglesia cristiana depende de que hagamos esto, precisamente. 

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