jueves, 29 de noviembre de 2018

LOS ALBORES DE LA RESURRECCIÓN -J . S . SPONG


— John Shelby Spong


Detrás los relatos de la Resurrección que tenemos en los evangelios hay una experiencia de los seguidores de Jesús, que es innegable, vigorosa y verdadera. La eclosión de esta experiencia dejó en ellos una marca indeleble, imposible de contener en palabras. Esta experiencia, con independencia de en qué consistiese, cambió sus vidas. Los discípulos pasaron de tener miedo y de esconderse, a ser hombres valientes, dispuestos a morir por la verdad y realidad de su nueva visión. Aquella experiencia transformó de forma radical su concepción de Dios que, en adelante, fue, para ellos, inseparable de la persona de Jesús. Y aquella experiencia, con el tiempo, los llevó a celebrar un nuevo día sagrado, el primer día de la semana, para recordar y celebrar la experiencia transformadora por la que habían pasado.

Con independencia de en qué consistiera dicha experiencia, la tuvieron en torno al año 30. Los evangelios no se escribieron hasta dos o tres generaciones después, entre el año 70 y el 100 aproximadamente. Cuando esto ocurrió, la experiencia se había explicado, se había contado y vuelto a contar infinidad de veces, de modo que el relato había evolucionado hasta formar una especie de fórmula común que contenía diversos elementos, correspondientes a las inevitables preguntas de: ¿quién?, ¿dónde?, ¿cuándo? y ¿cómo? En este sentido, por ejemplo, sospecho que la expresión “al tercer día” se convirtió en parte de dicha fórmula litúrgica no porque los discípulos tuviesen la experiencia de la resurrección al cabo de tres días de la crucifixión, sino porque los cristianos se reunían el primer día de la semana para celebrar el significado de Jesús, y el primer día de la semana era el tercero después del viernes, que era el día que se recordaba que había muerto. Así que los tres días se convirtieron en un símbolo pero no eran una medida del tiempo transcurrido entre el primer "viernes santo" y el primer "domingo de pascua".

Por consiguiente, debemos explorar los relatos evangélicos que recordé la semana pasada, de cara a responder a las cuatro preguntas mencionadas antes de ¿quién, dónde, cuándo y cómo?

¿Quién estuvo en el centro de lo que fue la experiencia de la Resurrección? ¿Quién abrió los ojos a los demás para que viesen lo que él había visto? Sin duda fue aquel al que los evangelios presentan como Simón, y de sobrenombre Pedro, al que todos sitúan en el centro de esta historia. Por eso lo nombran siempre el primero de los discípulos y el primero en confesar, en Cesarea de Filipo, que Jesús era el Cristo. A él se dirigió Jesús en otra ocasión y le dijo: “Cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos”. Y a él se dirigió Jesús en un pasaje del Cuarto evangelio y le dijo: “¿Tú también te vas a marchar?”, a lo que él le respondió: “Señor, ¿a quién iré? Tú tienes palabras de vida eterna”. 

Según Pablo, Jesús resucitado “se apareció primero a Cefas”, es decir, a Pedro. Según Marcos, el mensajero vestido de blanco dijo a las mujeres, junto al sepulcro, que fuesen a decir “a los discípulos y a Pedro“ que Jesús había resucitado. Lucas, relega a un lado la aparición a Cleofás, en el camino de Emaús, e interrumpió el relato para hacerles observar a los dos discípulos observar que sabían que se decía que el Señor se había aparecido a Pedro. Y en el segundo epílogo del evangelio de Juan, Pedro es el protagonista tanto en la pesca como cuando Jesús lo reintegra en su lugar en el grupo tras recordar que lo había negado, él confesarle que lo quiere y Jesús encomendarle por tres veces que apaciente a sus ovejas. Todo ello parece dar a entender que Pedro fue la primera persona –y la principal– en empezar a tener la experiencia de la resurrección, es decir, en percibir el alcance y el significado de lo sucedido a Jesús. 

Dónde estaban los discípulos cuando tuvo lugar esa experiencia, ya fuese individual o de todos ellos? Es decir, ¿dónde estaban cuando sus vidas se vieron transformadas? La tradición evangélica más antigua afirma que dicha experiencia sucedió en Galilea. Era su hogar y allí es donde dijo el mensajero de Marcos que lo verían. Pablo también sugiere que lo más original de la experiencia de la resurrección se localizó en Galilea. Mateo dice que la única vez que los discípulos vieron al Jesús resucitado y glorificado fue en Galilea, en lo alto de un monte. Y el segundo final del Cuarto Evangelio recoge una tradición muy antigua de la resurrección, ocurrida también en Galilea, a donde los discípulos, tras la crucifixión de Jesús, habían regresado para dedicarse de nuevo a pescar en el lago. Sin embargo, tanto Lucas como Juan sostienen que el escenario principal de la experiencia de la resurrección fue Jerusalén, y niegan la ubicación de ésta en Galilea. No obstante, todo parece muy elaborado en las apariciones de Jerusalén, mientras que las de Galilea parecen más frescas y originales. Sólo en las apariciones de Jerusalén se dan detalles y símbolos más físicos, mientras que las de Galilea son más vagas y menos definidas, más misteriosas incluso. De modo que podemos decir que hay consenso, primero, en cuanto a que fue Pedro quien estuvo en el centro de lo que fue la experiencia de la resurrección, pues fue él quien abrió los ojos de los otros para que viesen lo que él había visto, y también lo hay en cuanto a que esto debió de ocurrir cuando regresaron a Galilea, después de la crucifixión. 

Estos son los detalles que nos llevan a responder a la pregunta por el «cuándo» proponiendo que la expresión de "a los tres días" se tome como un símbolo y no como una medida de tiempo. Los discípulos debieron de tardar entre siete y diez días en volver a Galilea desde Jerusalén, así que nada pudo haber sucedido a los tres días, o menos, entre la crucifixión y la resurrección. Es más, Lucas sugiere que las apariciones continuaron durante 40 días, mientras el evangelio de Juan, con independencia de su cap. 21, concreta la experiencia de la resurrección en dos días, separados sin embargo por una semana. El cap. 21 de Juan, llamado también su epílogo, parece indicar, más bien, que hubieran podido transcurrir algunas semanas e incluso algunos meses antes de que los discípulos se encontrasen con el resucitado, junto al Mar de Galilea. Si descartamos una interpretación literal de los «tres días», nos abrimos a la posibilidad de que lo que fue la experiencia de la resurrección pudo haber ocurrido unos meses – quizás hasta un año– después de la crucifixión de Jesús.

Así pues, Pedro es la persona clave, Galilea es el lugar principal y el tiempo es de unos meses después de la crucifixión y antes de que la resurrección despuntase como experiencia transformadora de la vida. Pero, ¿cómo fue el amanecer de la experiencia de la resurrección?, ¿cuál fue su contexto? Estoy convencido de que no tuvo nada que ver con un cuerpo reanimado que saliese caminando de un sepulcro. Pienso que tuvo que ver, más bien, con una nueva visión de la vida de Jesús, con una nueva consciencia y una nueva comprensión de la realidad de lo sucedido en él. Tuvo que ver con la interpretación de la muerte de Jesús como la puerta de una nueva libertad; de una nueva vida ya no condicionada por el instinto primario de la supervivencia; de una vida libre para entregarse a sí misma y para amar, incluso, a aquellos que la destruyeron. Fue algo nuevo y transformador, que ninguno había conocido ni previsto antes. La vida libre del impulso de sobrevivir es una vida que vence a la muerte. La vida libre para entregarse a sí misma y ser libre para amar y no vengarse de sus asesinos representaba una nueva dimensión para lo que la humanidad podía llegar a ser. 

En el desarrollo del Universo, el origen estuvo en una explosión de energía, el “Big Bang” de hace unos 13.700 millones de años. Luego no existió sino materia inerte durante unos nueve mil millones de años, hasta el surgimiento de la vida, que se dio en forma de primitivas células independientes, capaces de reproducirse a sí mismas como la materia nunca pudo hacer. Después de cientos de millones de años, la «vida» empezó a agruparse y a dar lugar a formas más complejas. Luego, la vida siguió dos líneas distintas: la vegetal y la animal. Después, tras un fluir de tiempo que nos podría parecer infinito, en la parte animada de la vida surgieron formas primitivas de conciencia y, de nuevo, a lo largo de cientos de millones de años, este nuevo don de la conciencia creció y se extendió. Por último, hace quizá no más de 250.000 años, de la conciencia desarrollada surgió la autoconciencia, y con ella la capacidad de decir “yo”, de recordar el pasado y de anticipar el futuro; la conciencia de que estamos a la vez impulsados y limitados por nuestro propio deseo de sobrevivir, lo cual nos impone el esquema del egocentrismo que algunos llamaron “naturaleza humana” y otros “pecado original” entendiendo que dicho egocentrismo era una cuestión de elección. 

La vida de Jesús superó esta idea de la “naturaleza humana”. Jesús fue más allá del impulso de supervivencia y reveló un orden nuevo de vida propiamente humana. Pasó de la autoconciencia a una conciencia universal y desbordó las limitaciones que caracterizaban a la humanidad. Él se había convertido en parte de lo que coincidimos en llamar Dios aunque lo definamos de muchas formas, mientras buscamos abrazar la realidad infinita que está más allá de los límites de la humanidad. La muerte no tiene poder sobre esta dimensión de lo humano. Cuando uno no está atado al impulso de sobrevivir, se adentra en una nueva comprensión de lo que significa ser humano, libre para vivir, amar y ser. Lo que algunos descubrieron cuando tuvieron la experiencia que terminaron por llamar «resurrección» tiene que ver con esto. Su descubrimiento fue tras la crucifixión, al partir el pan, al que identificaban con el cuerpo roto de Jesús, y al beber el vino, al que identificaban con su sangre derramada. Así, recordarían la muerte del Señor hasta que volviese. Sin embargo, la “segunda venida” no iba a ser un regreso de Jesús al mundo, al final de los tiempos sino el regalo liberador de su Espíritu, que llama e invita a dar un paso más allá de los límites de la vida, hacia la nueva conciencia. Así, el testimonio del evangelio es que: a Jesús resucitado, “lo conocemos al partir el pan”. 

Dicho lo anterior, hay que afirmar que el lenguaje humano no puede apresar la verdad de la resurrección. Lo único que puede hacer es apuntar hacia ella. Por eso mismo fue inevitable que el relato de la resurrección de Jesús terminase plasmándose literariamente, hace más de diecinueve siglos, en la tumba vacía, en las apariciones tal como se nos cuentan y en un cuerpo reanimado. Tras esas imágenes hay alguien sobre quien la muerte no tiene poder. El cristianismo se apoya en esa verdad tras las imágenes y se mantiene vivo y sobrevivirá en el futuro. Pero, para entrever esa verdad, siempre debemos “pensar diferente” y “aceptar la incertidumbre”.  

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