domingo, 25 de noviembre de 2018

LA QUIEBRA DEL TEÍSMO- J . S . SP O N G


Antes de seguir avanzando en esta serie de columnas, quiero retomar el tema de la semana pasada y examinar más detenidamente el concepto de «teísmo». Al hacerlo, corro el riesgo de repetirme, sin embargo, la cuestión es tan relevante para el desarrollo de esta serie que estoy dispuesto a correr dicho riesgo a fin de asegurarme de dejar bien sentada la base para un examen más profundo y significativo de las razones por las que la concepción teísta de Dios, predominante aún hoy, está herida de muerte. Se trata también de pensar cómo debemos buscar un camino que nos permita ir más allá de él y, al mismo tiempo, de dejar abierta la posibilidad de seguir considerando real al Dios que está más allá de dicha concepción.

El teólogo alemán Paul Tillich fue quien primero abrió mi mente a la posibilidad de que Dios no fuese un ser con poder sobrenatural, que habita en algún lugar más allá del cielo y que está listo para venir a nosotros y para intervenir en nuestro mundo con un poder milagroso. En otras palabras: Tillich fue el primer pensador que me hizo caer en la cuenta de que el “teísmo” ya no era una concepción de Dios con la que vivir. Esta toma de conciencia se hizo más clara y profunda al leer el libro de Elie Wiesel titulado La noche. Wiesel es un judío al que el régimen nazi envió a los campos de exterminio cuando era apenas un adolescente. Lo separaron de su madre al entrar en prisión: a él y a su padre, los enviaron en una dirección y a su madre, junto con las demás mujeres, la enviaron en otra. Nunca más volvería a verla. Sin embargo, de algún modo, Wiesel estaba destinado a sobrevivir a aquel horror. Poco antes del fin de la guerra, vio morir a su padre, pues ni siquiera la luz al final del túnel pudo evitar que éste no desfalleciese y y que su cuerpo superase lo ya sufrido. Elie Wiesel fue, pues, el único superviviente de su familia. Pero salió de esta experiencia como un hombre transformado. Para Wiesel, la esperanza había muerto, la fe en Dios había muerto y el sentido estaba hecho trizas. En las Sagradas Escrituras de su pueblo había leído la historia de Moisés y el Éxodo. Su Biblia decía que en el pasado Dios había venido en ayuda de su pueblo. Dios había azotado a los egipcios con múltiples plagas hasta que aceptaron liberar al pueblo judío de su cautiverio. Dios había ayudado a su huida – proclamaban- separando las aguas del Mar Rojo para que los judíos pudiesen pasar por un terreno seco mientras que los egipcios se ahogaban. En el desierto, Dios había alimentado al pueblo con pan caído del cielo, y había hecho manar agua de la roca en Meribá. Este era un Dios que veía, que intervenía con poder sobrenatural, un Dios que se preocupaba. Sin embargo, esta no era la experiencia del holocausto, y Wiesel se preguntó: ¿dónde estaba este Dios entonces?; ¿había abandonado a su pueblo? ¿Era posible que Dios hubiese muerto? ¿Es que su Dios no era más que un producto de su imaginación? La suya era una verdadera crisis espiritual en forma de crisis de creencias. 

En la mente de Wiesel, la ecuación era simple. Si Dios era real y tenía el poder de intervenir para detener el Holocausto, y sin embargo había declinado hacerlo, entonces Dios era responsable y culpable moralmente. Un Dios tal sería un demonio malévolo, no alguien a quien adorar. En cambio, si Dios no tenía poder para intervenir, entonces debía ser impotente. Y tener un Dios malévolo o un Dios impotente es peor que no tener ningún Dios. Este era el dilema que el concepto teísta de la divinidad planteaba a Wiesel y que, en realidad, plantea a cualquiera. Por eso la inteligencia humana se ha sentido obligada, durante siglos, a justificar ante sí misma los caminos de Dios. La idea tradicional de un Dios que podía intervenir, dotado de poder sobrenatural, chocaba frontalmente con la idea de un Dios bondadoso. No se podían tener las dos cosas. Las afirmaciones que hacíamos acerca de Dios palidecían ante la enormidad del mal que los nazis infligieron a los judíos. Las conclusiones eran claras e inevitables. O no había Dios, o la concepción que de él teníamos era terriblemente equivocada. Wiesel se sumergió en la noche oscura del alma, del mismo modo que lo hicieron muchos ciudadanos del mundo occidental. 

La interpretación teísta de Dios ya se había debilitado seriamente con anterioridad, debido a la expansión científica del conocimiento humano. En la época del horror nazi, en la primera mitad del siglo XX, habíamos ido más allá de los escritos de Copérnico, Kepler y Galileo, figuras de los siglos XVI y XVII que de hecho ya dejaron en la indigencia al Dios teísta. Unos cielos vacíos y un universo infinito eran la conclusión hacia la que apuntaban estos astrónomos. La idea de una divinidad que todo lo ve, y que cuidaba de nosotros como de la niña de sus ojos, o la idea de una divinidad que tiene contados los cabellos de nuestra cabeza, incluso la idea de un Dios «para el que todos los corazones están abiertos, al que todos los deseos le son conocidos y al que no se le oculta ningún secreto» se volvió bastante problemática. La Iglesia cristiana trató de defenderse de estos cielos vacíos sometiendo a juicio a Galileo y condenándole por hereje. A causa de su edad y de su situación de enfermedad, pero quizá también porque tenía una hija monja, no fue quemado en la hoguera, sino que consintió en retractarse públicamente y no volver a publicar ningún pensamiento contrario a la fe de la Iglesia. Se le condenó a vivir bajo arresto domiciliario durante el resto de su vida. En aquella época, la Iglesia, ebria de poder, creía que si alguien contradecía su versión de la verdad tenía que estar equivocado. Tal fue la idea que había tras la creación de la Inquisición. Aún tenían que descubrir que las nuevas ideas no pueden reprimirse simplemente por ser incómodas para la verdad establecida. En 1991, el Vaticano anunció oficialmente que creía que Galileo estaba en lo cierto. Esto ocurrió décadas después del comienzo de los viajes espaciales. Galileo, ciertamente, tenía razón. La interpretación teísta de Dios que él desafió comenzaba su lento pero inevitable declive. 

No fueron mejor las cosas para el Dios teísta con la obra de Newton, en la segunda mitad del siglo XVII. Le parecía a Newton y a sus seguidores que en el universo regían leyes naturales inmutables. Una divinidad caprichosa no podía burlar dichas leyes para responder a quienes le rezan, para mandar la lluvia, cambiar la dirección de un huracán, detener un terremoto, curar una enfermedad, poner fin a una guerra u oponerse a las atrocidades humanas. A las personas religiosas, atadas al pasado teísta, las explicaciones de Newton y de sus seguidores les sonaban más a licencia cómica que a convicción seria. Todo lo que una vez asumimos como acciones de la divinidad teísta quedaba explicado sin apelar en absoluto a dicha divinidad. Cada vez más, el mundo dejaba de tener necesidad de la hipótesis del Dios teísta. Así, el Dios teísta se fue convirtiendo en poco menos que en un desempleado. La divinidad recibió la carta de despido y se jubiló. 

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