sábado, 24 de noviembre de 2018

UNA LLAMADA A REHACER NUESTRA IMAGEN DE DIOS Y NUESTROS SÍMBOLOS RELIGIOSOS- J . S . SP O N G


- John Shelby Spong

Definir la experiencia humana que llamamos Dios no sólo es cosa de los tiempos modernos. Los seres humanos han estado comprometidos con esta tarea desde el inicio de la civilización. El factor conductor del cambio en la definición humana de Dios nunca fue una revelación venida de lo alto, se trató siempre de cambios profundos en la vida humana, normalmente provocados por alguna adaptación necesaria para la eterna lucha por la supervivencia. La experiencia de Dios siempre ha estado vinculada a una definición humana.

Según nos dicen los antropólogos, la primera religión humana reconocible como tal fue la que hoy llamamos “animismo”. El animismo percibía a Dios, no como un ser ubicado en un lugar particular, sino como una fuerza difusa, invisible y siempre presente que se encontraba por todas partes. El animismo apuntaba a la presencia de espíritus vinculados a diversos aspectos de la naturaleza. En este mundo “animado”, había un espíritu del océano que mantenía las olas dentro de sus límites. Si ese espíritu se enfadaba violentamente, el resultado podía ser un tsunami. Había un espíritu del olivo que, cuando le placía, hacía que el árbol diese fruto abundante. La presencia de “espíritus” explicaba la vida y el comportamiento de todas las cosas: animales, plantas, el sol y la luna… En aquel momento de la historia, el desarrollo humano estaban en la fase de caza y recolección y del nomadismo; los hombres estaban atados a la interminable búsqueda del sustento. Generalmente, la comida no podía almacenarse, y cuando se podía almacenar, era por poco tiempo, de modo que el hambre era una amenaza constante. En este mundo animista, la función de la religión era mantener contentos a los espíritus, para que nos ayudasen en la lucha por la supervivencia. Esa fue la primera interpretación humana de Dios durante miles de años.

Cuando empozó a producirse el paso del nomadismo a la vida sedentaria, con el cultivo de la tierra, la comprensión humana de Dios tenía que empezar a cambiar. Y eso es lo que pasó. Los dos primeros lugares en los que se desarrollaron comunidades humanas sedentarias fueron el valle del río Nilo, en Egipto, y la zona conocida como Mesopotamia, situada entre los ríos Tigris y Éufrates. En ambos lugares, una tierra rica y fértil invitaba a la gente a dejar la vida nómada y asentarse allí, donde esa tierra les prometía un suministro de alimento estable. El cambio no se produjo de repente, pero cuando se produjo, la idea de Dios que se había desarrollado en una cultura nómada ya no tenía sentido. El animismo empezó a desaparecer y nació una religión organizada en torno a los ritos de la fertilidad. Esta religión, centrada en un Dios concebido como “Diosa Tierra” empezó a ser la predominante en la experiencia humana. El culto a los antepasados fue parte de esta transformación. La razón de esta novedad fue que un pueblo nómada siempre estaba desplazándose, por lo que sus muertos, aunque se enterrasen, siempre se dejaban atrás, de modo que se olvidaban. Los enterramientos no se convertían en lugares sagrados. En cambio, cuando se formaron las comunidades sedentarias, los muertos se enterraron cerca, y la idea de vivir rodeado de los antepasados parecía natural. En realidad, el acto de enterrar era, en sí mismo, una ofrenda que se realizaba en el marco del culto a la Madre Tierra, ya que el entierro en el suelo se concebía como el acto de abrir el vientre de la Madre Tierra para poner en él de nuevo a su hijo.

El sacrificio de niños también se desarrolló a partir de estos ritos de fertilidad. En este caso, la idea era que si uno ofrecía su primer hijo a la diosa de la fertilidad, sería bendecido por esa divinidad con muchos más hijos. La religión se ponía entonces, como siempre se ha puesto, al servicio de la supervivencia humana, y la supervivencia había pasado de ser una cuestión de búsqueda diaria del sustento en un mundo lleno de “espíritu” a ser un esfuerzo por cultivar alimentos en una comunidad agraria, en la que la abundancia de las cosechas dependía de la buena voluntad y el favor de la fértil Madre Tierra.

Pero, con el tiempo, esas comunidades agrícolas se hicieron más grandes y más complejas, con lo que requirieron un gobierno y unas defensas. Esta nueva realidad demandaba una nueva organización. La supervivencia de estas comunidades agrarias empezó a depender de la destreza y de la fuerza bruta de los varones guerreros, los más fuertes de los cuales se convertirían en jefes. Con una supervivencia que ahora dependía tanto de la fertilidad de la diosa Tierra como del poder del varón jefe, poco a poco se empezó a presentar a la divinidad como una diosa con un consorte varón. Con el tiempo, el dios varón guerrero se hizo más fuerte, hasta que se llegó a concebir a Dios, principalmente, en analogía con el jefe. Se llegó a pensar en Dios como en un jefe celestial, un gobernante único que velaba por la comunidad desde lo alto. Esta fue la primera expresión de un primitivo monoteísmo. Hubo un paso intermedio entre el animismo y el monoteísmo, que se manifestó en los dioses y diosas del Olimpo. En este caso había un jefe masculino, Zeus o Júpiter, con una compañera, Hera o Juno, pero había también deidades específicas que, al modo animista, regían los fenómenos naturales: estaba Mercurio, el dios mensajero; Neptuno, el dios del mar, y Cupido, el dios del amor. Estaba la deidad guerrera masculina, concebida según la analogía del jefe y que, por supuesto, habría de ser la dominante en el futuro, en el contexto en el que iba a emerger plenamente el Dios teísta.

Hoy, hay en todo el mundo un general acuerdo en cuanto a que el monoteísmo es la concepción adecuada de Dios. El Dios monoteísta, sin embargo, ha adoptado formas muy diferentes en las diversas regiones del mundo:

 1. El mundo judeo-cristiano occidental y las regiones que éste ha colonizado;

 2. El mundo islámico de Oriente Medio, un mundo que ahora se extiende desde Indonesia hasta el Magreb; y

 3. El mundo hindú y budista, Sij, jainista, confuciano y sintoísta del lejano oriente. En general, aunque más en Occidente que en Oriente, predomina una divinidad concebida a la manera teísta. Así, se piensa a Dios generalmente como un ser externo y sobrenatural, dispensador de bendiciones y castigos y hacedor de milagros. Es esta comprensión teísta de Dios, que ha estado vigente durante los últimos doce o quince mil años, la que parece estar muriendo en todo el mundo. La muerte del teísmo no es la muerte de Dios; es la muerte de una concepción humana de Dios. Ahora bien, si uno no tiene ningún otro concepto de Dios, la muerte del teísmo sí que se percibe como la muerte de Dios. 

Esta muerte la ha provocado el estudio del espacio, desde Copérnico hasta el telescopio Hubble, junto con el trabajo de genios como Albert Einstein y Stephen Howking. En efecto, los descubrimientos en este campo de conocimiento han destruido la idea de una morada teísta de Dios sobre el cielo. La física, con sus descubrimientos de las leyes de la naturaleza y con su nueva comprensión de la relación causa-efecto, explica ahora muchas cosas que antes atribuíamos a la divinidad teísta. Estos descubrimientos, que se debieron en principio a Newton y después a sus muchos continuadores, también han socavado la credibilidad del lenguaje sobrenaturalista, que es el lenguaje del teísmo, incluyendo (como de hecho incluye) las apelaciones a los milagros y a la magia. Nuestro mundo ya no sabe cómo verle un sentido a la mayoría de las cosas que las personas religiosas pretenden ver como acciones de un Dios concebido al modo teísta.

En nuestra propia tradición, la judeo-cristiana, siempre hubo voces minoritarias que sugirieron nuevas vías para experimentar y entender lo divino. En la columna anterior nos fijábamos en el aliento y el viento como símbolos de Dios. ¿Hay otros símbolos que nos puedan llevar más allá de los agonizantes esquemas del teísmo? En las Escrituras, las palabras y las imágenes impersonales para referirse a Dios están presentes, aunque no sean predominantes. Esa presencia incluso obligó a los escritores bíblicos a reconocer que todas las concepciones humanas de Dios son limitadas y problemáticas. Una definición impersonal no implicaba una divinidad impersonal. Solo significaba que las imágenes personales no podían abarcar el misterio y la maravilla de lo santo. Todas las palabras que los seres humanos crean y usan no son más que símbolos. Lo mejor que un símbolo puede hacer es apuntar más allá de sí, hacia una realidad que es imposible apresar con palabras. Quizá por eso los judíos, tradicionalmente, tenían prohibido incluso pronunciar el nombre de Dios, pues pronunciar el nombre sagrado era tanto como pretender que realmente se podía conocer a Dios. Es también por ello que el segundo de los Diez Mandamientos en las Escrituras Judías prohibía cualquier intento humano de hacer una imagen de Dios. Ninguna figura hecha por hombres puede reproducir lo que Dios es. Quizá aquellos que se embarquen en la empresa que llamamos “teología” deberían darse cuenta de que hacer imágenes de Dios con palabras, ya sea en la escritura, en los credos o en la doctrina, es poco menos que otra forma de idolatría. 

Al escuchar esas voces que son minoría en la Sagrada Escritura, escuchamos otras formas diferentes de percibir lo “santo”. En la Primera Carta de Juan, parece que alguien hubiese preguntado al venerable anciano: «¿Quién o qué es Dios?», y que este hubiese respondido: «¡Dios es amor!». Continuó diciendo que si quieres permanecer en Dios tienes que permanecer en el amor. El amor mejora la vida, amplía nuestra visión, nos llama a una nueva comprensión de las cosas, y nos abre a la posibilidad de crecer. Pero el amor sigue siendo un misterio. Ninguno de nosotros puede crear amor, todo lo que podemos hacer es transmitirlo una vez que lo hemos recibido. Si no lo transmitimos, muere. El amor no puede ahorrarse ni almacenarse. Si Dios es amor, necesitamos hacer la pregunta obvia: ¿podemos decir que «el amor es Dios»? Definir a Dios como «amor», ¿no nos lleva más allá del teísmo? 

Una segunda imagen bíblica de Dios es la de la roca. La palabra se usa más de cien veces en la Biblia para referirse a Dios. Esta idea se ha incorporado a los himnos cristianos, en títulos como “Roca de las tiempos”. ¿A qué realidad se refería esta imagen bíblica? La experiencia nos dice que cuando nos situamos sobre una roca estamos sostenidos; la roca evita que las cosas se derrumben. ¿Es esa la asociación de ideas entre la roca y Dios? Mi gran maestro de teología, Paul Tillich, estableció esa conexión cuando se refirió a Dios como “El sustento del ser”. ¿Puede esta imagen de la roca conducirnos también más allá del teísmo? ¿Es nuestro “ser” un aspecto de algo que podríamos llamar “el ser mismo”? 

¿Estamos conectados de algún modo misterioso y místico con todo lo que “es”? ¿Podemos dirigir nuestra mirada a Dios a través de esta lente y, explorando estas posibilidades, romper con el patrón teísta? Creo que podemos. Y creo que debemos. El futuro del Cristianismo requiere el descubrimiento de nuevas analogías para hablar de lo santo. Ese es el primer paso para el abandono del teísmo. Es un proceso lento, pero necesario. Cuando lo iniciamos, empiezan a abrirse puertas nuevas. Seguiremos atravesándolas a lo largo de esta serie de columnas. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Reseña para "LA FLOR INVERTIDA" - Puntuación: 🌟🌟🌟🌟🌟 5/5

Opinión: Las letras del autor las conocí por su libro "Equipaje Ancestral" que tuve la suerte de ganarlo en un sorteo que realizo,...