viernes, 2 de noviembre de 2018

Nacido de mujer: Testimonio de Pablo -John Shelby SPONG


Antes de que se escribiera cualquiera de los evangelios, de que se diseñaran las doctrinas teológicas para interpretar la llegada de Jesús, de que se articulara cualquier tradición relativa al nacimiento de Jesús, Pablo había escrito:

Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. (Gálatas 4, 4-5) 

Éstas fueron las primeras palabras escritas que habían sido preservadas por la comunidad cristiana en las que se describía el nacimiento de Jesús. Fueron escritas por Pablo entre los años 49 y 55 de la era cristiana, es decir, unos diecinueve a veinticinco años después de los acontecimientos que tuvieron lugar en el Calvario y la experiencia de la Pascua, y unos dieciséis a veintiún años antes de que se redactara el primer evangelio. Si tratáramos de escribir un capítulo sobre lo que comprendía Pablo acerca de los orígenes de Jesús, se trataría de un capítulo muy breve, pues a Pablo no le preocupaban estas cosas. En este texto dirigido a los gálatas no hay el menor indicio sobre un nacimiento milagroso o una concepción sobrenatural. Para Pablo, ese tema ni siquiera se había planteado, ni tenía el menor interés para esta primera generación de cristianos. 

En esa misma epístola, Pablo se refiere de una forma natural a Santiago, el hermano del Señor (Gálatas 1, 19). Para este autor judío era igualmente inconcebible la idea de que pudiera haber algo extraño en el hecho de que Jesús tuviera un hermano. De hecho, Santiago, «el hermano del Señor», ocupó un puesto de estatus e influencia en la Iglesia primitiva, debido principalmente a su parentesco físico con Jesús de Nazaret. Unos treinta y cinco años más tarde, cuando Lucas escribió su narración en el libro de los Hechos sobre el concilio de Jerusalén entre Pablo y los líderes cristianos, el citado Santiago ya no se identifica con el título de «el hermano del Señor» (Hechos 15). No obstante, está claro que éste sólo podía ser Santiago, el hermano de Jesús. Los Hechos anteriores cuentan que Santiago, el hermano de Juan (e hijo de Zebedeo), había sido asesinado por la espada de Herodes (Hechos 12, 1-2). El único otro Santiago que conoce la Biblia es el Santiago, hijo de Alfeo. ¿Podría ser el mismo Santiago al que se cita en Hechos 15? Eso es altamente improbable. Si se reconoce el poder que tenía Santiago, el hermano del Señor, entre la comunidad cristiana de Jerusalén, afirmado inequívocamente por Pablo en su epístola a la iglesia de los gálatas, y en ausencia de cualquier otra mención de Santiago, el hijo de Alfeo, en los primeros escritos cristianos, no puede extraerse de todo ello ninguna otra conclusión válida. Y, sin embargo, no cabe la menor duda de que algo había ocurrido en esos, aproximadamente, treinta años que median entre Pablo y Lucas como para que el liderazgo de la Iglesia cristiana suprimiera la identificación de Santiago como hermano del Señor. Más adelante volveré sobre este fascinante detalle. 

En la epístola de Pablo a los romanos, que los eruditos suelen fechar entre los años 56 y 58 de la era cristiana, encontramos su segunda y última referencia al nacimiento de Jesús. Aquí escribió «acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Romanos 1, 3-4). Una vez más, tampoco aquí encontramos ningún indicio insólito sobre el nacimiento de Jesús. Se trataba de un descendiente de David «según la carne», a quien por ello se llamaría un davídico. No se dice si esta pretensión real le venía por parte de su madre o de su padre, pues el hecho de que descendiera a través de la carne tenía muy poca o ninguna importancia para Pablo. 

Este texto tiene su foco de atención en la afirmación de fe. Jesús «fue designado [obsérvese la forma pasiva del verbo] Hijo de Dios con soberano poder, según el espíritu de santificación por su resurrección de entre los muertos». En cuanto a quién lo designó como Hijo de Dios queda claro por la lectura del resto de los escritos de Pablo, quien nunca se refirió a la resurrección utilizando un tiempo verbal activo. Para Pablo, Jesús nunca «se levantó de entre los muertos». Siempre fue Dios quien lo hizo resucitar (Romanos 4, 24; 6, 9; 10. 9; 1 Corintios 15, 4, 13, 14, 15, 20; Filipenses 2, 9). Para el judío Pablo, Dios era uno, santo y soberano. Todavía no había surgido la idea de una trinidad coigual de Personas en la divinidad. Si Pablo hubiera vivido cuando surgió esa idea, sospecho que se habría opuesto vigorosamente a ella. Pablo no era, desde luego, un trinitario, como terminó por definirse ese concepto en las discusiones teológicas posteriores, influidas por los griegos. 

La idea de la encarnación, que surge también del dualismo griego, habría sido igualmente incomprensible para él. Para Pablo, la acción de la resurrección sólo pertenecía a Dios, que reivindicó al justo Jesús judío haciéndole levantar de entre los muertos. Además, Pablo concebía esa reivindicación como la exaltación de Jesús a los cielos, no como la resurrección física de entre los muertos para volver a la vida. Si Pablo hubiera narrado ese momento, sospecho que lo habría hecho en términos mucho más cercanos a lo que la Iglesia llamaría más tarde la ascensión, en lugar de aquello que la Iglesia denominó resurrección. No obstante. Pablo no narró, sino que proclamó que Dios había hecho levantar a Jesús, y para describir ese momento utilizó dos palabras: «exaltación» (Filipenses 2. 9) y «resurrección» (1 Corintios 15, 13). 

La clara suposición de Pablo era que el nacimiento de Jesús había sido completamente normal y humano. En un contexto judío no se necesita un nacimiento sobrenatural para ser declarado Hijo de Dios. De hecho, ahondar o especular sobre los orígenes de una vida que fue reivindicada por Dios no tenía ninguna gran importancia para Pablo o, presumiblemente, para la Iglesia cristiana primitiva. 

En este momento del cristianismo, Pablo (que murió hacia el año 64 de la era cristiana) aparece como testimonio de un nacimiento humano normal de Jesús. Debe observarse que, a pesar de su suposición de un nacimiento natural, Pablo desarrolló una profunda cristología, aunque ésta no dependía de un origen sobrenatural. Para este primer gran pensador cristiano, en Jesús de Nazaret existía un nexo en el que lo humano se había unido con lo divino. Vio a Jesús como «Primogénito de toda la creación» de Dios (Colosenses 1, 15). Encontró una divinidad que se autoexpresaba en el Jesús de la historia (Filipenses 2, 5-11). Pero Pablo no necesitaba de ninguna historia de la natividad para hacer esas afirmaciones. Su comprensión de Jesús tampoco dependía de una intervención sobrenatural en algún punto anterior al momento de la resurrección/exaltación. Pablo era demasiado judío para eso. Fue una verdadera pena que no perdurara en el tiempo este ancla judía para Jesús. 

Las tradiciones sobre la natividad no se desarrollan acerca de todas las personas. Cuando lo hacen, constituyen un poderoso comentario no sobre el nacimiento del sujeto, como suele suponer la gente, sino sobre el significado adulto de la vida cuyo nacimiento se describe. Reflejan la necesidad humana de comprender los orígenes de la grandeza de esa persona que ha afectado y configurado la historia humana de una forma tan importante. Son similares a la sugerencia de que, de pequeño, George Washington no dijo nunca una mentira, incluso cuando cortó el cerezo, o a la fascinación que más tarde despertaría la infancia de un chico llamado Abraham Lincoln, que, según se dice, creció en una cabaña de troncos en la frontera norteamericana. Quizá sean inevitables las historias sobre el nacimiento de las figuras históricas. Cuando esas figuras son también personas religiosas de gran importancia para los sistemas de fe que han perdurado, es casi inevitable que, con el transcurso del tiempo, se produzca un proceso de literalización que absorba los elementos legendarios existentes en las narraciones sobre el nacimiento del personaje, y que los seguidores del sistema de fe empiecen a sugerir que esas narraciones interpretativas reflejan de hecho acontecimientos que se produjeron en la realidad de la historia. Eso mismo sucedió con Moisés y con Mahoma.

Para aquellos de nosotros que nos encontramos dentro del sistema de la fe cristiana, nuestra tarea consiste en observar primero el poder adulto del Jesús que, con el tiempo, llegó a crear las narraciones de sus orígenes sobrenaturales. Se dice que el propio Jesús preguntó una vez: «¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo?» (Mateo 22, 42). De una forma ingeniosa fue la segunda y no la primera generación de cristianos la que empezó a propagar esta pregunta junto con las crecientes leyendas. A la primera generación de cristianos sólo le preocupó propagar el escándalo de la cruz. ¿Cómo podía haberse crucificado al Mesías? Ése fue el tema que abordó Pablo, como miembro de esa primera generación. Pero, tras la muerte de Pablo de Tarso, una segunda generación empezó a ahondar en los orígenes de Jesús y, al hacerlo, les pareció necesario propagar lo que dieron en llamar «el escándalo del pesebre», tema al que dedicaremos ahora nuestra atención.   

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