Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
sábado, 1 de diciembre de 2018
EL AGUIJÓN EN LA CARNE, DE PABLO -John Shelby Spong
John Shelby Spong
Os habéis preguntado alguna vez por el secreto más hondo de Pablo? Seguro que tenía uno. Si prestáis atención a algunas expresiones suyas, fácilmente reconoceréis una agonía espiritual en él, quizá incluso una raíz muy profunda en su odio a sí mismo. De qué otra forma, si no, podemos interpretar expresiones como ésta: «antes de la ley, yo vivía, pero, cuando ésta llegó, mi vida murió pues el pecado se apoderó de ella. La ley, que prometía ser de vida, demostró ser de muerte para mí». Y continúa: «soy carnal, estoy vendido al pecado; no entiendo mis propios actos pues no hago lo que quiero sino justo lo que aborrezco». Pablo se acusa y ofrece luego una explicación que sólo sirve para él y que es un débil intento de autoexculparse: «ya no soy yo quien actúa sino el pecado que habita en mí». No me culpéis a mí alega, culpad al pecado. Es como si alguien dijera: «no me culpéis a mí, es el demonio quien me obliga». Y luego, una posible pista: desde que llegó la ley, «nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne» (ved: Romanos, cap. 7).
Qué suponéis que torturaba a Pablo? Está claro que era algo interior. Una vez, Pablo habló de «luchas fuera y miedos dentro» pero, aunque describió las amenazas de fuera, nunca identificó los «miedos de dentro». Parece localizar tales miedos «en mi carne» y cree claramente que tienen poder sobre él hasta el punto de que se siente impotente ante ellos. «Puedo desear lo correcto se lamenta pero no puedo hacerlo». Una vez más intenta encontrar fuera de sí algo a lo que atribuir la causa, y por eso añade: «si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado, que mora en mí». Y todavía introspectivamente afirma: «veo en mis miembros otra ley, en lucha con la razón, que me hace cautivo del pecado que habita en ellos». La palabra traducida por «miembros» es una palabra extraña, al menos es extraño el uso que Pablo hace de ella. El término griego es «melos», que literalmente significa un apéndice del cuerpo, como los brazos o las piernas. Cómo podría el pecado habitar en los brazos o en las piernas de uno? Cómo pueden los brazos o las piernas estar en contra de la mente? Los varones, sin embargo, tenemos otro apéndice: el eufemísticamente llamado «órgano masculino». Claramente es un apéndice, pero, además, es una glándula que no siempre obedece a la mente de la persona a la que pertenece sino que o bien se estimula en momentos bastante inconvenientes o bien no lo hace cuando uno quisiera. Si no fuera así, no habría mercado para «viagras» y semejantes! Dado que Pablo sugiere que el pecado vive constantemente en su carne, no podemos concluir que lo que lo afecta tan profundamente está relacionado, de alguna forma, con su sexualidad? Parece evidente que tal conexión es real cuando termina la serie de frases entre acusatorias y exculpatorias con un estallido que requiere explicación: «Desdichado de mí, quién me librará de este cuerpo de muerte!» (Rom. 7: 24).
En otros lugares, Pablo pregunta: «qué obtuviste a cambio de las cosas de las que ahora te avergüenzas? Su fin es la muerte». Pablo parece sentir que su vida transcurre bajo sentencia de muerte. Alberga una profunda sensación de vergüenza. Revela que hay un aspecto oculto en su vida. Se autocalifica de «impostor que anhela ser verdadero»; de un desconocido «que anhela ser conocido» y que, «aunque moribundo, anhela estar vivo».
Pablo también es un piadoso zelote, quizá un fanático. Estricto adepto a la Torá, a la que obviamente se siente ligado estrechamente, se autodescribe como obediente a todos los requerimientos de la ley. «Circuncidado en el octavo día, miembro del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo nacido de hebreos; legalmente un fariseo, un celoso perseguidor de la iglesia, irreprensible ante la ley!» (Filipenses 3:5-6). E incluso llega a decir de sí: «soy tan ferviente de la tradición de mis padres que aventajo en judaísmo a muchos de mi propia edad».
Ante esta descripción de sí mismo, hay que preguntarse qué es lo que había, en el mensaje de Jesús, que tan profundamente amenazaba a Pablo como para llevarlo a movilizarse de cara a intentar acabar con sus seguidores. El fanatismo siempre da más pistas sobre el fanático que sobre la causa de su fanatismo, y el fanatismo religioso también. De nuevo Pablo dice de sí: «violentamente perseguí a la iglesia de Dios y traté de destruirla» (Hechos, 22:4). Nadie ataca a los musulmanes en las cruzadas si no ve en el Islam un peligro inminente para él y sus creencias. Nadie quema herejes si la vida de éstos no amenaza, de forma muy profunda, algo suyo muy interior. Nadie persigue ni asesina a los judíos, tal como los cristianos hicieron durante siglos, si su mera existencia no les pareciese que ponía en peligro de desaparición el cristianismo. Nadie lanza aviones contra el World Trade Center y el Pentágono para «matar infieles», a menos que estos infieles cuestionen la verdad que ellos, como fundamentalistas islámicos, creen vivir. Tal es la esencia de la persecución ideológica y religiosa. Pablo fue un perseguidor de los cristianos y por eso debemos preguntarnos qué vio Pablo en el mensaje cristiano que lo llevó a creer que, si aquel mensaje sobrevivía, él no podría hacerlo. Ésta es la cuestión que plantea todo fanatismo. Por lo tanto, nuestra búsqueda continúa.
Pablo deja traslucir otro detalle autobiográfico cuando aconseja, a los que no están casados, que permanezcan como él. Por ahí sabemos que él no lo estaba. Pero también es verdad que aconsejó casarse a los que no podían controlar sus deseos sexuales pues, según decía, «era mejor casarse que quemarse» (1 Cor. 7:8-9). Pablo, sin embargo, no siguió su propio consejo para aliviar sus tensiones. Es más, parece haber tenido una actitud negativa hacia las mujeres (actitud que es recíproca por parte de las mujeres de hoy, en especial, las que son sacerdotes). Pablo alertó a sus lectores incluso de tocar a una mujer; cuyo cabello, por cierto, parece que lo atraía especialmente pues incluso hizo alguna alusión al respecto.
Pablo compartió con sus lectores dos cosas suyas más: que padecía un «aguijón en su carne» que nunca definió, y que había pedido a Dios que se lo quitase. Sin embargo, parece que la eliminación de este aguijón estaba fuera del poder de Dios. Finalmente, hay otro pasaje revelador en el corpus paulino, que apoyaría esta investigación. En el primer capítulo de la Carta a los romanos, hay un texto que se cita frecuentemente para fundamentar lo que, a mi juicio, es un profundo prejuicio de la iglesia cristiana contra la homosexualidad. Pablo sugiere que la homosexualidad es un castigo infligido por Dios a los que no lo adoran adecuadamente. Es decir, Pablo argumenta que Dios, como castigo por no poner atención a los íntimos detalles de la adoración, confunde la sexualidad humana de tal suerte que a los hombres les atraen los hombres y a las mujeres, las mujeres. Fue y es un argumento extraño, pero quizá sea entendible en una persona religiosa que se siente impelida a obedecer cada ápice y cada tilde de la ley.
Hace algunos años, mientras estudiaba en la Yale Divinity School, di con un libro sobre Pablo, de Arthur Nock, escrito en 1930, donde, por primera vez, vi planteada la posibilidad de que Pablo hubiera podido ser un hombre gay, profundamente reprimido tan pronto como su religión le enseñó que ser homosexual era estar sentenciado a muerte según la ley de Dios, tal como se dice en el Levítico, caps. 18 y 20. Con todo, Pablo también debía de conocer los libros de los Macabeos, muy populares en su tiempo. En uno de ellos (Macabeos IV), se indica que, si uno adora a Dios adecuadamente y con una intensidad incontenible, «todo deseo puede superarse».
Cuando reúno todos estos datos, me aparece un patrón de conducta. Pablo fue un zelote que intentó, con todo su ser, adorar a Dios adecuadamente; sujetó tan estrechamente sus (para él) inaceptables deseos dentro de la ley de los judíos que fue capaz, al menos parcialmente, de suprimirlos, pues él los encontraba naturales en su interior, pero profunda e intensamente turbadores y negativos al mismo tiempo. Ésta era la presión interna que llevaba a Pablo a ver su cuerpo tan negativamente. La promesa de muerte, según la Torá, era el resultado final del pecado, del que él se sentía seguro de que moraba en su «miembro» incontrolado.
Entonces, Pablo vio, en el movimiento cristiano, una relativización de la exigencia de la ley y del control de los malos deseos; una relativización hecha en nombre de algo que los cristianos llamaban «la gracia» y que definían como un don de amor infinito e inmerecido. Los cristianos contaban a la gente que, para ser justos, no tenían que esforzarse tal como él se había esforzado, pues sólo debían confiar en que el amor divino los aceptaba «tal como eran», como cada uno era. La libertad siempre asusta a las personas y éstas se esconden dentro de una rígida práctica religiosa. Como consecuencia, Pablo parece que llegó a la conclusión de que, si el cristianismo tenía éxito, su sistema de seguridad represiva, amarrada y construida durante años, se derrumbaría. Esto es lo que lo debió de llevar, al comienzo, a perseguir al cristianismo. Pero también fue esto lo que lo llevó, tras su conversión, a exclamar: ahora sé que «nada puede separarme del amor de Dios», ni siquiera «mi propia desnudez», como llegó a decir.
Fue su homosexualidad, profundamente reprimida, su aguijón en la carne? Ha habido otras teorías: epilepsia, una enfermedad crónica visual, quizá incluso una visión distorsionada de la sexualidad debida a un abuso padecido en la infancia. Sin embargo, ninguna encaja tan bien con los detalles de su vida, conocidos a través de él mismo, como la de ser una persona gay. Los cristianos no podrán ni oír hablar de esta posibilidad mientras prevalezca entre ellos una concepción de la homosexualidad como algo pecaminoso. Tal concepción, sin embargo, ya ha muerto gracias a la ciencia y a la medicina moderna. Por tanto, la idea de que Pablo pudiera ser a la vez gay y un buen judío no es ya imposible. Imaginemos, además, la potencia de este descubrimiento, es decir, que nuestra primera definición de la gracia nos haya llegado a través de una persona gay que asumió sobre sí el juicio y la condena de su mundo entorno hasta que la experiencia de Jesús lo abrazó, lo envolvió y lo llevó a ser consciente de que nada de lo que podamos decir, hacer o ser puede apartarnos y situarnos fuera del amor de Dios. Pablo, una persona gay, profundamente reprimida, fue quien nos transmitió con claridad este mensaje.
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