sábado, 1 de diciembre de 2018

INTERPRETACIÓN DE LA VIDA DE PABLO -John Shelby Spong


John Shelby Spong 


Saulo de Tarso, quien, más tarde, cambió su nombre por Pablo, fue el primero en romper el silencio y en escribir algo sobre Jesús de Nazaret si nos atenemos a lo que hemos conservado. Según Adolf Harnack, historiador y teólogo alemán de principios del siglo XX, su transformación en creyente y en discípulo de Jesús sucedió de uno a seis años después de la crucifixión. Si situamos la crucifixión en el año 30, tal como suele hacerse, la conversión de Pablo fue entre los años 31 y 36.

 El relato de esta conversión, la mayor parte de la gente en occidente lo conoce. No obstante, dicho relato difícilmente puede considerarse como histórico ya que Lucas, el autor del libro de los Hechos de los Apóstoles, lo escribió más de treinta años después de la muerte de Pablo, es decir, en torno a sesenta después de la conversión que se relata. Personalmente, dudo de que Pablo reconociera los detalles que conforman el relato. En los escritos suyos que consideramos auténticos, no hizo ninguna referencia a una experiencia, en el camino de Damasco, que le hubiese cambiado la vida. Nunca mencionó la luz brillante que lo dejó temporalmente ciego; ni la visión que tuvo y que incluía una breve conversación con Jesús; ni su bautismo posterior, por obra de Ananías. Sospecho que el relato recogido en el libro de los Hechos fue una suposición o una fantasía creada por Lucas para dar contenido a lo que Pablo dice de sí y de su vida de antes de ser cristiano.

 Los eruditos, cuando hay conflicto sobre algo de Pablo, entre un relato de los Hechos sobre él y lo que dicen los propios escritos suyos, siempre se decantan por éstos. Pablo escribe en su Carta a los Gálatas, de comienzos de los años 50: «Habéis oído sobre mi vida anterior en el judaísmo; sobre cómo perseguí con violencia a la Iglesia de Dios y traté de destruirla». Sin embargo, lo que más se aproxima a una descripción de su conversión tal vez sea lo que escribe en su Segunda carta a los Corintios: «Conozco a un hombre en Cristo que, hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; sólo Dios lo sabe), fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras inefables que al hombre no le es dado expresar» (12:2-4).

 De los apuntes autobiográficos que encontramos en sus cartas, podemos extraer un retrato de Pablo como un joven estudiante, religioso y entusiasta, dedicado a la Torá y orgulloso de su ascendencia judía. Pablo se autodenominó «hebreo hijo de hebreos» (Filipenses 3:5) e «hijo de Abraham». Nació en el seno de la tradición de fe de los judíos y nunca la abandonó pues está claro que consideró a Jesús como el cumplimiento de la Ley y de los Profetas. «Circuncidado en el octavo día», Pablo se define «miembro de la tribu de Benjamín» y «fariseo»; y se considera a sí mismo no sólo «irreprochable en cuanto a la justicia que se basa en la Ley» sino como más adelantado que sus coetáneos, en la búsqueda de la santidad. Pablo se presenta a sí mismo, además, como discípulo aventajado de la escuela rabínica. De manera que a nadie le debería sorprender que su comprensión posterior de Jesús fuese conforme a los símbolos judíos más establecidos. Si estudiamos cuidadosamente a Pablo, podemos descubrir con exactitud cuál fue su perspectiva: Jesús fue judío, igual que lo fueron sus discípulos y todos los que intervinieron en la redacción de los libros que luego constituyeron el Nuevo Testamento. 

Los seguidores de Jesús, en el tiempo precristiano de Pablo, participaban regularmente en los servicios religiosos de la sinagoga. Tal como sugerí en una columna anterior, la sinagoga fue el marco en el que se desarrolló la tradición oral de las dos primeras generaciones de discípulos. El cristianismo sólo se separó del judaísmo y se convirtió en una religión diferente a partir de los últimos años de la novena década del siglo I. Por consiguiente, los evangelios de Marcos y de Mateo aún se escribieron dentro del judaísmo, antes de la separación; y el evangelio de Lucas probablemente también. Sólo el evangelio de Juan se escribió tras la separación entre la sinagoga y la iglesia. Durante los años en que Pablo escribió las Cartas que son auténticamente suyas, los discípulos de Jesús eran miembros asiduos de la sinagoga, donde se les conocía como los «seguidores de la vía o del camino». Por tanto, los escritos de Pablo sólo pueden comprenderse bien si los situamos y escuchamos en su propio contexto judío.

 En el texto que hoy llamamos Primera carta a los Corintios, Pablo viene a decir que los dos hechos principales del final de Jesús, la crucifixión y la resurrección, sucedieron «según las Escrituras». Las únicas que había entonces y a las que cabía referirse así eran los libros de lo que hoy llamamos Antiguo Testamento. Pablo se sirvió de ellas para comprender a Jesús. Ver por tanto a Jesús como el cumplimiento de las Escrituras fue un primer nivel de interpretación dentro de la actividad del recuerdo. Los primeros intérpretes del significado de Jesús fueron, pues, judíos que lo vieron como el Mesías esperado que les iba a traer el Reino de Dios. Por eso lo envolvieron en imágenes del Antiguo Testamento.

 Distinguir entre el ser histórico llamado Jesús y las interpretaciones basadas en las Escrituras, de sus seguidores entusiastas, no es fácil ahora ni lo fue antes. Por influjo de los escritos de un profeta al que llamamos Deutero-Isaías (caps. 40-55), los discípulos atribuyeron un sentido primordial a la muerte de Jesús. Este profeta sin nombre, cuyos textos se adjuntaron al manuscrito de Isaías, escribió después de la devastación y del exilio babilónico, y su objetivo fue suscitar una nueva llamada a la gente de Israel, todavía inmersa en el fracaso. Los israelitas ya no podían aspirar a la grandeza. Por eso, el autor del Segundo Isaías pintó a un hombre, al que llamó «Siervo», e instó a los judíos a que emularan su figura. El Siervo no encontró el sentido de su vida en la victoria o en la gloria sino en asumir los daños del mundo, en soportar la hostilidad de éste, causa de su muerte, y en transformar todo ello mediante el amor que da vida. La vocación del Siervo era atraer sobre sí la negatividad del mundo y dejar libres a las personas, plenas y completas. Pablo aludió a esta interpretación de la crucifixión al decir que Jesús había muerto «de acuerdo con las Escrituras». El destino de esta comprensión de la crucifixión fue crecer y hallar una expresión aún más amplia, en los evangelios que se escribieron posteriormente. 

También la vida litúrgica de la sinagoga intervino, junto con las Escrituras, en la gestación de la comprensión e interpretación de la vida de Jesús hecha por Pablo. Cuando Pablo dice que Jesús «murió por nuestros pecados», cita directamente la liturgia de la sinagoga de un día determinado del año litúrgico judío: el día del Yom Kipur o «Día de la Expiación». Una vez al año, en el culto de este día santo, se sacrificaba un cordero, inocente y escogido por su perfección, «para expiar los pecados del pueblo». La sangre del animal se derramaba sobre el asiento de la misericordia de Dios, en el lugar Santísimo, es decir, en la parte del Templo donde se creía que Dios residía. El significado era que la sangre del animal sacrificado hacía posible que la gente entrara en la presencia de Dios porque viajaba «a través de la sangre del cordero» y, de esta forma, la inocencia del animal cubría sus pecados. Hasta donde sabemos gracias a los escritos de que disponemos, fue Pablo quien primero interpretó la muerte de Jesús a través del prisma del sacrificio de Yom Kipur. Cuando los católicos dicen hoy que, en la eucaristía, se reactualiza «el sacrificio de Jesús», o cuando los protestantes dicen hoy que «Jesús murió por mis pecados», unos y otros reflejan, de forma literal, la temprana identificación de Jesús crucificado con el cordero sacrificado en el Día de la Expiación; identificación establecida claramente por Pablo en sus cartas.

 Bastante después de la muerte de Pablo, cuando se escribieron los evangelios sinópticos, una segunda celebración litúrgica judía, la Pascua, pasó a influir fuertemente en la crucifixión y en el relato de ésta. Marcos, Mateo y Lucas interpretaron la «última Cena» como una comida pascual. Este desarrollo fue posterior a Pablo, quien, ciertamente, no lo tuvo en mente. Pablo se limitó a situar la institución de la última cena en «la noche en que fue entregado», sin dar ninguna indicación sobre ella. Sólo más tarde, en la Carta primera a los Corintios, Pablo llamó a Jesús «el nuevo cordero pascual» (5:7). No obstante, ambas afirmaciones se hicieron por separado. Los evangelios fueron los que aprovecharon y desarrollaron la identificación implicada en esta segunda frase para situar la crucifixión en el tiempo de la Pascua. 

Según esta segunda frase, Pablo vio una semejanza entre la muerte del cordero pascual y la muerte de Jesús: el poder de la muerte era derrotado en ambas. Recordad que, según el libro del Éxodo, cada familia israelita colocó sangre del cordero de aquella pascua, sobre el dintel y los postes de la puerta de su hogar, para que el ángel de la muerte «pasara de largo»  y la muerte se alejara. Según la sugerencia de Pablo (anterior a la identificación sinóptica de la crucifixión y de la Pascua), la muerte de Jesús en la cruz fue la sangre del nuevo cordero pascual, sobre el marco del mundo, que quebró el poder de la muerte sobre aquellos que se acercaban a Dios a través de la vida de Jesús.

 De este modo, Pablo, a través de sus cartas, al tiempo que recogía la memoria de lo sucedido con Jesús, comunicaba el sentido que él veía en ello a través de las Escrituras judías relacionadas, en el ciclo litúrgico de la sinagoga, con dos de los días santos del año: Yom Kipur y Pascua. Esta interpretación se expandió de forma considerable cuando se escribieron los evangelios. Pablo aportó el primer marco interpretativo en clave judía. Pero la interpretación iba a crecer y a desarrollarse a medida que se escribieran y crearan los otros escritos del Nuevo Testamento, así como los credos y los siguientes escritos cristianos, mucho después de la muerte de Pablo.

 Hay otro punto de la figura de Pablo que necesitamos examinar antes de comenzar a leer con más detalle sus escritos. Es la constante denigración de sí mismo que se constata en sus cartas. Me refiero a expresiones como éstas de su Carta a los romanos: «Miserable de mi! Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (7:24); o «yo soy carnal, vendido al pecado; lo que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino que lo que detesto, eso es lo que hago» (7:14-15); o «el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo» (7:18). Responden estas palabras a unas pautas? De ser así, qué nos revelan? 

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