miércoles, 5 de diciembre de 2018

EL SENTIDO QUE PABLO DIO A LA SALVACIÓN –John Shelby Spong


John Shelby Spong


Gracias a su experiencia de Jesucristo, Pablo descubrió una nueva dimensión de la vida, desconocida hasta entonces para él. En este sentido fue un místico. Toda experiencia humana, para poderse compartir, necesita pasar a través de las palabras. No hay otro modo de comunicar un contenido. Sin embargo, es inevitable que, en este proceso, lo que se desea comunicar, es decir, la experiencia previa a las palabras, quede velado por la limitada dimensión y capacidad de expresión de la mente humana. Las personas reflejan siempre los esquemas de representación que imperan en la cultura del momento en que viven. Por eso, todo el que habla revela el nivel de conocimientos que ha alcanzado. Inevitablemente, este proceso, durante siglos, limita, deforma y torna finita y mortal a cualquier forma de expresión.

 La experiencia de Dios puede ser trascendente, pero su explicación verbal nunca logra transmitirla con total fidelidad. Los creyentes de todas las tradiciones nunca tienen en cuenta este factor. Todas las escrituras sagradas, las creencias y las complejas doctrinas teológicas elaboradas a partir de ellas no pueden evitar comprometer la verdad. Ninguna expresión es capaz de expresar, con una fidelidad definitiva, lo trascendente. De manera parecida, Dios está más allá del alcance de la mente humana, siempre atrapada en el tiempo y en el espacio. Así como un caballo no podría rebasar el límite de su naturaleza equina si pretendiera describir la naturaleza humana, tampoco el ser humano puede rebasar los límites de su naturaleza humana cuando pretende describir quién o cómo es Dios. Pablo luchó constantemente con este desfase entre experiencia y expresión. 

Pablo habla de su encuentro con Jesucristo como de aquella experiencia que lo capacitó para trascender y atravesar todos los límites y barreras que lo separaban de los demás. Al experimentar lo fundado de este nuevo sentido de universalidad en su humanidad, alcanzó también un nuevo sentido de su singularidad. Estaba tan seguro de que este nuevo sentido de universalidad surgía de su encuentro con Cristo resucitado, que necesitó desesperadamente encontrar las palabras que describieran con la mayor precisión qué fue lo que le pasó y cómo le pasó. Ahora bien, Pablo era un judío que hablaba griego, que vivía en el Mediterráneo del siglo I, y que no podía utilizar otras categorías que las de su medio. Nuestro propósito en esta columna es buscar y encontrar, a través de lo limitado y temporal de sus palabras, una vía para distinguir su experiencia de eternidad, tan real y evidente para él, y los presupuestos culturales que utilizó para describir su experiencia de Jesús conforme a su propia ubicación histórica y geográfica; presupuestos que, además de ser insuficientes para él, ya no entran en nuestro propio universo mental porque los conocimientos modernos los han desbordado en gran parte. Como estudiosos del Nuevo Testamento, estos dos desajustes implican que debemos dedicarnos a una especie de delicada cirugía, siempre incompleta porque, además, el mundo nunca va a desacelerarse lo suficiente como para poder ajustarnos a él. 

Empezaremos con un análisis de la idea que Pablo tenía de la vida humana. Sus escritos nos revelan que Pablo era una persona muy consciente de que algo iba mal en la humanidad en general y en la suya en particular. Ya lo vimos en la Columna anterior, Pablo estaba convencido de que, de algún modo, a todas las personas les afectaba esta distorsión; distorsión que expresó como un sentimiento constante de estar separado de Dios, de los otros, e incluso de sí mismo. Pablo vivía en una guerra constante en la que, según decía, todos los miembros de su cuerpo estaban implicados. Su propia tradición judía se lo confirmaba: había una separación real entre los hombres y Dios. Los judíos, a lo largo de su historia, habían establecido un día de ayuno anual, que observaban cada año con gran solemnidad. Creían que la celebración litúrgica de aquel día les permitía conocer cuál era su propia realidad. Llamaron a ese día Yom Kippur, es decir, «El día de la Expiación». La observancia del Yom Kippur consistía en el sacrificio de un cordero expiatorio, cuidadosamente elegido, cuya sangre vertían sobre el trono de misericordia que ocupaba el «Sancta Sanctorum» del Templo, lugar que creían que era la morada de Dios en la tierra. Otro rito del Yom Kippur consistía en apilar simbólicamente sus pecados sobre un chivo, conocido como el «chivo expiatorio», que después conducían al desierto donde lo abandonaban llevando sobre sí los pecados de todos ellos que, de este modo, quedaban purificados y recuperaban, nuevamente, su unión con Dios. 

Hay doctrinas de expiación similares en prácticamente todas las tradiciones religiosas del mundo, pues hay un sentido universal de separación y de soledad que, en mi opinión, surge cuando el hombre emerge a una conciencia de sí que sólo él posee. Se manifiesta en la idea de que nadie cree ser lo que Dios espera de él. El contenido de esta apreciación es muy variable, pero dicha diversidad forma parte de lo que significa ser hombre. La versión judía de esta condición común parte de la idea de que, como Dios era el creador de todas las cosas, nada podía ser malo. Por tanto, tenían que ver el modo de justificar este sentimiento humano de separación y de soledad, sin acusar a Dios de él. El antiguo relato de la creación, al comienzo del Génesis cumple muy bien este objetivo. La bondad de Dios se afirma cuando Dios, tras contemplar todo lo creado, declara que vio que todo era bueno. El origen de la alienación o de la separación del hombre, así como de su corolario, el mal, tenía que ser algo que la vida misma del hombre generara.

 Según esta antigua narración judía, la perfección de la creación divina se truncó por la desobediencia de Adán y Eva. Como consecuencia, se les condenó, tanto a ellos como a las futuras generaciones, a vivir no en el «Edén» sino al «Este del Edén», parafraseando a John Steinbeck. Sin embargo, según el relato, los humanos no cambiaron tanto como para olvidar totalmente su perfección inicial; aún mantenían el anhelo de regresar al mítico jardín donde, antes de su expulsión, habían vivido en unión con Dios. No obstante, el relato aseguraba que las puertas permanecerían cerradas para siempre; e incluso un ángel las custodiaría, armado con su espada de fuego. La vida del hombre, según sugiere el relato, jamás podría retornar a su situación original. De modo que, en este mundo imperfecto, Caín mató a Abel; Jacob engañó a Esaú por los derechos de la primogenitura; a José lo vendieron sus hermanos como esclavo; los judíos escaparon del hambre y se establecieron en Egipto, donde sus amos, los egipcios, los trataron con crueldad, hasta que, por fin, Dios tuvo que intervenir en la historia para liberar a los judíos. Así es como se compaginó el relato bíblico de los orígenes del mundo con el de los orígenes de Israel. 

Este relato, incluida su comprensión de la vida humana, moldeó la vida litúrgica del pueblo judío. Por eso se creó el Yom Kippur, el Día de la Expiación, para que los judíos tuvieran una oca-sión anual de poder recordar la gloria de su creación y de afrontar litúrgicamente el hecho de su alejamiento de aquel bien original. La perfección del cordero expiatorio, tanto física, al no poder tener mancha alguna ni huesos quebrantados, como moral, al no poder optar por hacer el mal, representaba aquello para lo que la vida humana fue creada en los orígenes. Los judíos ofrecían a Dios el cordero perfecto en lugar de su vida, indigna como ofrenda. Conscientes de su alienación, sólo después de que «la sangre del cordero perfecto de Dios» los hubiera limpiado, podrían acercarse de nuevo a Dios.

 Formado en esta comprensión del Yom Kippur, Pablo concibió el significado de Jesús bajo el influjo del símbolo del «Cordero de Dios» de dicha fiesta; capaz él sólo de «limpiar el pecado del mundo». La muerte de Jesús en la cruz, la vio como el sacrificio del cordero; como la puerta por la que poder volver a Dios. Esto no es todo lo que la salvación fue para Pablo, pero es lo que Pablo creyó experimentar en la persona de Jesucristo. Aceptó este regalo gratuito, inmerecido y libremente otorgado, como un rescate, por parte de Jesús, que lo liberó de la «servidumbre del pecado». Por tanto, Pablo culminó su principal argumento teológico de la Carta a los romanos con la proclamación de que ya «no hay nada en el mundo que pueda separarme del amor de Dios que hay en Jesucristo». Ofrecer este regalo irresistible al mundo fue lo que impulsó su fervor misionero. 

Pero nuestro tiempo está al otro lado de la frontera marcada por Charles Darwin, cuyos descubrimientos invalidan la mayoría de los presupuestos interpretativos de Pablo. Nunca hubo una creación perfecta, según Darwin. La vida evolucionó a lo largo de miles de millones de años, desde los seres unicelulares hasta la complejidad de la mente y la conciencia de sí del hombre. Si no hubo una perfección inicial, no pudo haber una caída como la del pecado original. Y si no hubo una caída, tampoco hubo necesidad de una redención divina. No había nadie a quien redimir de una caída que nunca se dio, ni a quien restablecer a una situación que nunca poseyó en ningún «Edén». Los presupuestos sobre los que Pablo sustentó su concepción de la «salvación» son ya inoperantes. Pablo trató de plantear una experiencia universal que muy bien puede ser real pero cuya explicación ha quedado obsoleta con el paso del tiempo. 

Investigadores de las ciencias de la vida han identificado el instinto de supervivencia como un rasgo universal de todos los seres vivos. La supervivencia promueve la adaptación. Podemos verlo en las plantas, que se vuelven hacia el sol, en las enredaderas que serpentean por el suelo del bosque buscando agarrarse a los árboles más altos, en los cactus del desierto que desarrollan su capacidad de almacenar agua, en las plantas acuáticas que desarrollan sistemas para filtrar la sal en la desembocadura de los ríos, y en las avispas y hormigas de la selva, que crean alianzas de mutua defensa. Este impulso de supervivencia es instintivo e inconsciente en las plantas y en los animales. Sin embargo, este instinto de supervivencia se abre paso en nuestra conciencia y se instala como el valor más alto del hombre pues nos convierte en las primeras criaturas de la tierra que son conscientes de sí mismas y de su orientación consciente a la supervivencia. Todo en la vida humana está orientado al servicio de nuestra supervivencia y esto, como contrapartida, hace inevitable que seamos unos seres ego centrados. Ser así no se debe a una caída prehistórica o mitológica sino a la naturaleza de nuestra biología. Nuestro temor de «los otros», nuestra xenofobia y nuestros prejuicios surgen de esta idea de supervivencia. La razón de que emprendamos guerras, de que esclavicemos y segreguemos a los diferentes, de que los varones denigremos a las mujeres, de que maltratemos a los homosexuales, está en nuestra necesidad de sobrevivir. La religión ha llamado «pecado», y resultado de «la caída», a esta conducta. Puede alguien considerarse salvado cuando se le rescata de esta conducta, tal como Pablo parecía creer? Me parece que no. No obstante, podemos descubrir la plenitud de trascender estos límites. Estoy convencido de que esto fue el núcleo de lo que fue la experiencia de Jesús.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Reseña para "LA FLOR INVERTIDA" - Puntuación: 🌟🌟🌟🌟🌟 5/5

Opinión: Las letras del autor las conocí por su libro "Equipaje Ancestral" que tuve la suerte de ganarlo en un sorteo que realizo,...