martes, 4 de diciembre de 2018

LA TEOLOGÍA DE PABLO REVELADA EN LA CARTA A LOS ROMANOS –John Shelby Spong


John Shelby Spong


Pablo de Tarso era un hombre del siglo I. Pensaba con las categorías propias de la visión del mundo de su época. Creía vivir en un universo dividido en tres niveles (cielo, tierra y mundo inferior) e imaginaba que Dios reinaba desde su trono, situado por encima de los cielos. Pablo no oyó hablar de partes meteorológicos ni de gérmenes ni de virus. Para él era normal pensar que los cambios atmosféricos o las enfermedades provenían de un Dios externo y sobrenatural, y de acuerdo con los merecimientos de los hombres. Por eso deberíamos leer a Pablo sin olvidar su contexto del siglo I y siendo muy conscientes de que no habla desde un punto de vista eterno y siempre válido. Esto es lo que hace, en cambio, el literalismo bíblico. La Biblia, que para muchos cristianos es, tal cual, Palabra de Dios y ello incluye las cartas de Pablo o atribuidas a él, que no son sino textos muy personales, circunstanciales, apasionados, argumentativos e incluso a veces reivindicativos y polémicos. Lo más probable es que Pablo se sorprendiera y se perturbase como el que más si supiera que sus palabras y sus cartas, con el tiempo, iban a pasar a ser consideradas, por gran parte de la iglesia cristiana, como textos de la máxima autoridad ya que su voz pasó a identificarse y a confundirse, literalmente, con la voz de Dios mismo.

 Sin embargo, apear a Pablo de este falso pedestal no significa que no sepa nada ni que no pueda transmitirnos nada. Pese a su personalidad introvertida, Pablo fue un fino observador de la vida humana en general y fue, además, un examinador muy perspicaz de su propio pensamiento y de su propio ser interior. Nuestra tarea como intérpretes de Pablo en nuestro universo mental moderno, es diferenciar las admirables ideas de Pablo acerca de la vida humana y la anticuada visión del mundo propia de su tiempo y en la que inevitablemente se expresó. No es una tarea fácil pero sí que es una tarea posible. Pablo era un ser humano con sentimientos intensos. Antes de la experiencia de su conversión, fue un apasionado perseguidor del movimiento cristiano y, tras su conversión, fue un defensor igualmente apasionado de la opción cristiana. Aunque el objeto de su pasión cambió drásticamente, su personalidad ardiente fue la misma. De forma casi inevitable, interpretó, a partir de la comprensión de la vida propia del siglo I, tanto lo que él creía ser el significado de la afirmación de la divinidad de Jesús, como lo que él creía ser el significado de la salvación. Además, durante este proceso, siempre universalizó el prisma a través del cual veía el mundo y se veía a sí mismo.

 Como consecuencia de esto, nadie debe olvidar nunca la naturaleza altamente subjetiva del pensamiento de Pablo. Él era ante todo judío. Había estudiado con el gran rabino Gamaliel. Se identificaba como hebreo, era un miembro de la tribu de Benjamín y un seguidor fanático de la Torah. El judaísmo era su tradición y él contemplaba toda su vida desde ella y a través de ella. Pablo no hizo nada a medias o de forma mediocre, y su estilo radical y de una pieza de hacer las cosas incluía su forma de vivir la religión. 

Empezaremos a desvelar el punto de vista propiamente paulino si observamos cuál fue su comprensión de la situación existencial del ser humano. Qué significaba para Pablo ser hombre? De dónde provenían, para él, el dolor, el miedo y la inseguridad que marcan la vida? Por su origen judío, Pablo estaba bastante seguro de que la vida humana era, desde la creación, imagen de Dios, y con la ley de Dios escrita en el corazón de cada persona. La criatura humana era casi divina en la mente de Pablo. Sin embargo, había caído de su elevada condición a aquella otra condición que él denominaba el pecado. Era ésta una caída cósmica que afectaba a todos y que condenaba a todos a una vida de servidumbre frente el incalculable poder del pecado. 

Pablo, por tanto, observa todas las vidas a través de la suya y de su experiencia, y se lamenta en plural: no podemos hacer lo que queremos sino que, de hecho, hacemos lo que no queremos. El pecado era un poder extraño. No soy yo quien hace estas cosas argumenta a la defensiva sino el pecado que anida en mí. Ni somos ni seremos nunca afirma aquello para lo que fuimos creados. Para Pablo, el impulso hacia el pecado era tan profundo que, de hecho, llevaba indefectiblemente a pecar. No obstante, para no culpar a Dios por ello, pensaba que este impulso hacia el pecado no era cosa de la naturaleza. Hay emoción en estas palabras de Pablo: me gozo en la ley de Dios en mi más profunda naturaleza, pero veo en mis miembros otra ley que está en guerra con la ley de mi razón y que me hace cautivo de la ley que anida en mis miembros. Casi suena como una esquizofrenia pero es así como Pablo se percibía a sí mismo. 

Por eso, cuando lo leemos, captamos su sinceridad y su añoranza de que se le libere de este estado; captamos su deseo de poder llegar a dirigir su vida hacia el propósito para el que él creía haber sido creado. Para Pablo, salvación significaba ser capaz, al fin, de poder dirigir su vida conforme a su auténtico destino. Y fue este regalo de la salvación lo que él creyó haber experimentado en Jesús. La vida humana, creada para estar en comunión con Dios, estaba, de hecho, separada de Dios, dividida en su interior y, además, separada de todos y de todo el resto. El sueño de Pablo era volver a su ser completo, volver a ser uno en Dios. Entonces, buscó la explicación de la situación escindida del hombre en el relato de la creación y, en especial, en el de la caída, que, para la mentalidad de aquel tiempo, era una historia verdadera y un análisis divinamente inspirado de la condición humana.

 San Agustín, obispo de Hipona en el siglo IV y principal teólogo del primer milenio del cristianismo, adoptó esta idea paulina y la convirtió en la base de lo que aún sigue siendo el cristianismo tradicional. De esta línea de pensamiento paulino agustiniana es de donde procede que gran parte del cristianismo esté aún hoy enredado en el tema del pecado y de la culpa. El mantra típico protestante de que Jesús murió por mis pecados formula este enfoque a la perfección. Algo parecido ocurre con la interpretación católica más extendida de que la misa es una renovación incesante del momento en que Jesús vence al pecado y al mundo mediante la muerte en la cruz. Esta mentalidad hizo que la culpa fuese la moneda común del cristianismo institucional, así como que el control de la conducta fuese la principal actividad de la iglesia cristiana. Luego, al unir Agustín el pecado original con el sexo y con la reproducción, la represión del sexo pasó a ser un aspecto de la salvación, y el celibato y la virginidad se convirtieron en los caminos más elevados, mientras que el matrimonio siempre fue una concesión a la debilidad.

 Ahora bien, la represión, incluida la sexual, nunca es fuente de vida sino que, más bien, crea víctimas; por lo que el cristianismo se convirtió en la principal religión de victimización del mundo occidental. Y es que la mala antropología siempre termina en una mala teología.

 Pablo, en la medida en que percibió la naturaleza humana como afectada por lo que él juzgó ser un defecto fatal, vio a Jesús como el salvador de dicha imperfección, no congénita pero sí radical. Como cualquier vida humana incluía este defecto, la salvación fue un don universal otorgado a todo el mundo: a los judíos primero, pero también a los gentiles. Pablo creía que, mediante este don, el cristianismo podría trascender todas las divisiones que hubiera entre los hombres, incluidas las divisiones religiosas, y, dentro de ellas, incluidas las provenientes de la santidad de la Torah, que excluía a quienes no se unieran a ella. La salvación era el proceso por el que la plenitud se ofrecía a todos. Por eso Pablo escribió que, en Cristo, no hay ni judío ni gentil, ni hombre ni mujer, ni esclavo ni libre. La Salvación implicaba una llamada hacia una nueva humanidad, y una visión que acabó convirtiendo a Pablo en el enviado a los gentiles y en el pensador cuya misión fue convertir el mensaje de un judío llamado Jesús en el don de la salvación ofrecido a todo el mundo. Cuando Pablo escribió su Carta a la iglesia de Roma, expuso su punto de vista con la esperanza de que los cristianos romanos sintiesen esta vocación con tanta fuerza como él y de que, por tanto, estarían dispuestos a ofrecerle los medios que lo llevarían, tal como él esperaba, hasta España y hasta el resto de los lugares más alejados.

 El mensaje de Pablo fue, en este aspecto concreto, profundamente verdadero. Si reflexionamos sobre la vida humana, hay, en efecto, en el hombre, una sensación de separación, de soledad y de afán de supervivencia que, de hecho, es lo que nos hace vivir crónicamente ego centrados y en guerra con nuestros instintos más altos. Sin embargo, la forma paulina de interpretar este estado y de relacionarse con la humanidad fue profundamente errónea. De suyo, su interpretación es ya actualmente inoperante y el cristianismo no dejará de estar en peligro de extinción mientras considere que esta comprensión es la única literalmente acertada.

 Nuestra comprensión post darwiniana de la hominización nos lleva a saber que nunca hubo una creación perfecta en el pasado, sino que la vida fue evolucionando, a partir de unas células antiquísimas, hasta la presente vida humana, autoconsciente y enormemente compleja, a la que situamos, al menos por el momento, en la cumbre de un mismo proceso. Ahora bien, igual que no hubo un comienzo y una creación perfectos, tampoco pudo haber, en el pasado, una caída original o una pérdida cósmica de una perfección ficticia. De modo que, si no hemos caído de una perfección anterior, por una falta moral de nuestros primerísimos ancestros, tampoco necesitamos ni de una salvación, ni de una redención ni de un rescate, tal como éstos se nos habían presentado hasta ahora. Por eso, la forma tradicional, proveniente de Pablo, de formular y de interpretar el don experimentado en Jesús, es inevitablemente irrelevante en nuestro universo mental actual. Sólo puede resucitarse artificialmente una fórmula moribunda cuando las presunciones subyacentes a dicha fórmula aún son creíbles. Sin embargo, la experiencia humana de base aún reclama una explicación. Cuál es ésta, pues? 

Somos criaturas autoconscientes que saben que saben. Todos los seres vivos se orientan hacia la supervivencia. Las plantas se estiran para recibir la luz del sol y poder vivir gracias a complejas transformaciones. Los animales luchan y vencen el peligro o escapan de él, y todo ello para sobrevivir. Sin embargo, ni la vida vegetal ni la vida animal son conscientes de su propio instinto. Los humanos, en cambio, sí que lo son. Cuando los seres conscientes convierten su supervivencia en su máxima meta, organizan su mundo en torno a esta necesidad. Esto es lo que hace que la vida humana sea, inevitable y universalmente, egocéntrica y esté separada y alejada de la de los demás. Somos nuestro peor enemigo y unos cometemos actos violentos contra otros en nuestro impulso por sobrevivir como grupo.

 Esto no ocurre, empero, porque hayamos caído en el pecado, tal como siguen afirmando las personas religiosas que aún permanecen en un contexto mental tradicional, paulino y predarwiniano. Esto proviene directamente de la naturaleza de nuestra vida biológica. Como criaturas incompletas y en evolución, no necesitamos una salvación sino, más bien, una elevación de nuestro ser a un nuevo nivel de humanidad, de conciencia y de ética, en el que podamos vivir para los demás, entregarnos al amor a otros y fortalecernos para llegar a ser todo lo que podemos llegar a ser. Esto es lo que actualmente significa lo que Pablo denominó la salvación. Esto es lo que Pablo experimentó en Jesús, a pesar de estar atrapado dentro de los esquemas y presupuestos del siglo primero y de la visión judía de la vida humana. Pablo encontró en Jesús la fuerza para aceptarse a sí mismo, para amarse a sí mismo y para llegar a ser él mismo. Afirmó que: "nada en toda la creación, puede separarnos del amor de Dios que hay en Jesucristo. La experiencia de Pablo fue correcta. Su experiencia de Cristo como un amor invencible que da vida y la da en abundancia, fue correcta. También lo es la afirmación suya que acabamos de citar y que aún nos habla. En cambio, la explicación doctrinal sobre la caída fue propia de su tiempo y ahora ya nos parece obsoleta, igual que nos lo parece la explicación sacrificial de cómo el amor se manifestó en la vida de Jesús. 

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