Soy Favio Anselmo Lucero. Autor de dos libros: Equipaje Ancestral y La Flor Invertida . En este sitio publico temas relacionados a la teología de la liberación Queer. Sabiendo que la teología cristiana, está manipulada por líderes con poder y privilegios, hetero-patriarcales y misóginos, que se debe desenmascarar para incluir la realidad de opresión a las personas LGBTQ+. Tiendo este puente hacia un encuentro humanizador. Difundiendo textos formativos de eruditos y propios.
miércoles, 5 de diciembre de 2018
QUIÉN ES CRISTO PARA PABLO? –John Shelby Spong
John Shelby Spong
Lo que llevó a Pablo a la convicción de que todo lo que, según él, significaba la palabra "Dios" se cumplía y estaba presente de algún modo, en la vida de alguien llamado Jesús y el Cristo, no fue otra cosa que su propia experiencia. "Dios está en Jesucristo" fue su forma casi éxtática de expresar esto mismo en uno de sus primeros escritos. Como individuo del siglo I, Pablo creía que Dios era un ser externo y sobrenatural al que, de alguna manera, él había encontrado en la historia y, en concreto, en la persona de Jesús de Nazaret. Parte de lo que esta experiencia de Jesucristo significaba para Pablo era que todas las barreras humanas habían desaparecido en él. Tal como les había escrito unos años antes a los gálatas: "en Cristo no hay judío ni gentil, hombre ni mujer, esclavo ni libre". Se trataba de "una nueva creación" y de una superación definitiva del sentimiento profundo de separación, soledad, ruptura y necesidad de recuperación y de salud propio del ser humano, y que él sentía. En la mente de Pablo sólo Dios podía realizar esta acción de curación, sólo él era el sanador que puede dar al hombre este sentido de unidad y de universalidad. Como creía haber encontrado esta curación en Jesús, Pablo llegó a la obvia conclusión de que, de alguna forma, mediante algún proceso, Dios tenía que estar presente, de un modo único, en aquel Jesús llamado el Cristo. El núcleo central del pensamiento de Pablo es éste.
Sin embargo, el modo como el Dios Santo llegó a estar presente en Jesús, de forma que el don de salvación pudiera ofrecerse al mundo en él, no está tan claro en Pablo. En ningún momento Pablo da muestras de conocer la tradición de que Jesús nació milagrosamente de una virgen, tras haber concebido ésta por obra y gracia del Espíritu Santo. Fue Mateo quien introdujo esta tradición pero lo hizo en la novena década del primer siglo del cristianismo, es decir, más de veinte años después de morir Pablo. De los orígenes de Jesús, éste sólo dice dos cosas muy genéricas: que "nació de mujer", como todo ser humano, y que "nació bajo la ley", como cualquier judío. Y la palabra que utilizó Pablo para "mujer" no incluía connotación alguna de "virgen". En segundo lugar, tampoco parece saber Pablo que Jesús hubiese obrado milagros pues no hay ninguna mención al respecto en todo el corpus de sus cartas. Los milagros parecen haber sido una tradición también posterior, introducida por Marcos en el relato de la vida de Jesús, durante la octava década. Luego Mateo los copió y modificó, y posteriormente, en Lucas y por último en Juan, alcanzaron éstos un desarrollo más detallado.
Pablo no pensó, pues, a Jesús como un Dios disfrazado de hombre o como un visitante divino a la tierra, sino, más bien, como alguien que experimentó la presencia de Dios dentro de sí de un modo singular. Tal como dije en una columna anterior de esta misma serie, Pablo parece decir, en los primeros cuatro versículos de su Carta a los romanos, que Dios sólo incorporó a Jesús en su esencia divina en el momento de la resurrección. Siempre que Pablo habla de la resurrección, la describe como una acción de Dios, no como un acto de Jesús. Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, según Pablo. Por tanto, Jesús nunca resucitó de entre los muertos por propia iniciativa y poder. En un pasaje de la Carta a los filipenses, al que pronto haré referencia, Pablo efectivamente habla de cómo Dios derramó su presencia divina en Jesús de Nazaret. Sin embargo, las palabras que utiliza no se refieren a una preexistencia o una pre divinización, tal como frecuentemente se interpretan. Había una presencia de Dios en Jesús de la que Pablo estaba seguro; en ella descansaba su certeza de que el sentido de la vida de Jesús era traer esta salvación.
Ahora bien, podemos trasladar la experiencia de Pablo, de sentirse unificado en Jesucristo, y formularla de una forma adecuada a nuestra época en la que hablar de Dios residiendo en el cielo es incompatible con todo lo que sabemos desde Galileo? Podemos hablar de Dios como alguien que interviene en la vida y en la historia de forma compatible con todo lo sabemos sobre el universo y sus leyes desde Newton? Podemos hablar aún de una perfección inicial del hombre en el paraíso y de una pérdida de la misma por su caída en el pecado, sin que esto sea incompatible con todo lo que sabemos a partir de Darwin sobre los comienzos del mundo y del hombre? De esto se trata en esta columna.
Para ello, lo primero que debemos hacer es invertir la forma religiosa de las cuestiones y pasar a preguntarnos de otra forma. Qué había en Jesús que llevaba a la gente que experimentaba su presencia a explicar ésta en términos más que naturales? Qué había en él para que los discípulos de las primeras generaciones afirmasen que la vida humana por sí sola nunca habría podido producir lo que ellos habían encontrado en Jesús? Esto fue lo que las tradiciones sobre el nacimiento virginal intentaron responder de forma religiosa. Qué había de especial en la vida de Jesús para que se le atribuyesen milagros; milagros naturales, tales como aplacar tempestades, andar sobre las aguas o causar pescas milagrosas, y milagros con las personas, tales como curaciones y resucitaciones? Y, si pensamos en el desenlace dramático de la trayectoria de Jesús, qué tuvo de especial su vida para que sus discípulos llegase a afirmar que había vencido a la muerte, que era el último enemigo, para Pablo? Pablo estaba seguro de que el don de Jesús, el Cristo, consistía en la plenitud; de que, en Jesús, el mundo, separado de Dios por tiempo inmemorial, se había reconciliado con él; y de que Dios y la vida humana, lo eterno y lo temporal, se habían unificado y compenetrado en la vida de Jesús.
Si queremos entender cómo trataron los discípulos de comunicar esto, tenemos que analizar cómo la tradición evangélica más primitiva presentó a Jesús. Lo primero que hizo ésta fue recoger como la vida de Jesús consistió en trascender las fronteras tribales. Jesús, el Cristo, llamó a una idea nueva de humanidad en que las identidades tribales dejaron de tener sentido. En el evangelio de Marcos, Jesús curó a la hija de una mujer gentil (asirio fenicia) y retornó a la vida a la hija de un gentil llamado Jairo. Marcos presentó a Jesús alimentando a cinco mil judíos con cinco panes en el lado judío del lago; pero luego alimentó también a cuatro mil gentiles con siete panes en la ribera gentil del mismo lago. Marcos puso a un soldado gentil a los pies de la cruz, como testigo del último aliento de Jesús y de que Dios había sido perceptible en aquella vida que acababa de concluir: "verdaderamente este hombre era hijo de Dios". Ni esta frase ni este soldado invasor participaban en un debate cristológico propio del siglo IV, tal como tantas veces se ha pretendido; pero sí apuntaban, en el lenguaje de la octava década del siglo I, a indicar la nueva humanidad perceptible en Jesús, llena de la presencia de Dios, capaz de dar la vida por otros y distinta de la normal orientación, colectiva e individual, a la supervivencia.
Por su parte, Mateo orientó las palabras de despedida de Jesús en el sentido de una misión: llevar el amor de Dios vivificante allende los confines de nuestras seguridades tribales, de forma que alcanzase a todos los diferentes: los no bautizados ni circuncidados, así como los impuros pero no por eso apartados de dicho amor. Y Lucas, por su parte, enfocó la historia de Jesús como un movimiento en universal expansión: éste no culminaría sin salir de Galilea, en donde comenzó, sin pasar por Samaría, hogar de quienes eran objeto de los más arraigados prejuicios por parte de los judíos del siglo I, sin llegar a Jerusalén, centro del mundo judío, y sin llegar, finalmente, a todas las lenguas y hasta Roma, centro del mundo conocido entonces.
La experiencia de Jesús que predomina en los Evangelios cuestiona los prejuicios en contra de los samaritanos, los leprosos, las mujeres, los extranjeros y los ritualmente impuros. La razón es que no hay plenitud humana si hay denigración del otro. El Jesús de los evangelios trasciende, por razón de humanidad, los límites de la religión y de las identidades sacralizadas. A través de palabras que se le atribuyen, Jesús afirma que la razón de ser de toda regla religiosa es ser útil al desarrollo del hombre. Incluso las leyes sabáticas quedan relegadas si obstaculizan la vida. Las cosas que parecían brotar de la vida de Jesús y que atestiguaban que su humanidad era plena, completa y libre, fueron éstas. Jesús no necesitó el dulce narcótico de las alabanzas humanas para ser íntegro. Ni necesitó construirse a sí mismo a costa de derribar o dominar al otro. Abrazó a cada uno tal como era, desde el joven rico hasta la mujer sorprendida en acto de adulterio, y a todos alentó a llegar a ser todo lo que pudieran ser.
En ningún sitio se recoge mejor esta cualidad de Jesús que en su crucifixión. Jesús, traicionado, abandonado y negado, ama a quien lo traiciona, lo abandona y lo niega. Jesús, juzgado, condenado, burlado, torturado y asesinado, ama a quienes lo condenan, se burlan de él, lo torturan y lo matan. No es el retrato de una vida humana rota sino el de una vida plena, completa y suficientemente libre como para poder poseerla, señorearla y entregarla. La quintaesencia de su vida está, pues, en el relato de su muerte. Jesús no se aferra a la vida ni quiere alargarla sino que, mientras ésta se agota, él la da; mientras él muere, no teme sino obra: perdona, da esperanza y pronuncia palabras de consuelo. Estos relatos indican que sus discípulos percibían en él un potencial de vida imbatible; el potencial de quien posee su vida, es bienaventurado y es libre de desprenderse de ella porque la muerte no tiene poder sobre él.
Esto es lo que algunos supieron ver en Jesús tras un tiempo de reflexión. Esto fue también lo que atrapó el corazón lacerado de Pablo, que se denigraba a sí mismo, que se sentía roto en fragmentos, que experimentaba el conflicto entre la ley que gobernaba su cuerpo y la ley que gobernaba su mente, y que por eso llegó a gritar angustiado: " oh, desdichado de mí, quién me librará de este cuerpo de muerte?!" En Jesús y a través de Jesús, tal como éste se le descubrió a su conciencia, Pablo experimentó la presencia integradora de Dios, un amor que lo aceptaba como era y lo llamaba a ser lo que podía ser. El significado de la salvación en Pablo es éste. Por eso, como sólo Dios podía proporcionar este tipo de integración, Jesús tenía que ser de Dios. Pablo se abrió a esto y vivió de ello. Su experiencia, dijo, fue la de la maravillosa libertad de los hijos de Dios. Por eso nada lo podía separar de ese amor de Dios. La consecuencia de haber encontrado en Jesús la unificación y la plenitud fue el deseo de comunicarlo a todos. Decir que Dios habitaba en Cristo significó esto para Pablo y éste fue su evangelio. Toda vida humana podía encontrar su manera de alzarse sobre su instinto de supervivencia y de profundizar en su capacidad de vivir para los demás. Pablo encontró esto en Jesús y lo comunicó. Las iglesias cristianas sólo tienen esta razón de ser: ser el lugar en el que experimentar cada uno lo que Pablo experimentó; favorecer que las personas conciencien sin miedo su escisión y asimismo el amor que los acepta como son y que los llama a vivir plenamente y a ser lo que pueden ser.
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