lunes, 17 de diciembre de 2018

LA CARTA A LOS HEBREOS-John Shelby Spong


John Shelby Spong 


No sabemos ni quién la escribió ni cuándo se redactó ni a quién iba dirigida, pero sí sabemos que Pablo no la escribió. A decir verdad, no fue una Carta pues su forma es, más bien, la de un discurso o una alocución o un sermón; y los hebreos a los que se dirige no parecen hebreos, por lo menos en el sentido religioso del término Más bien parece que son unos cristianos judíos, esto es, unos judíos que ya son seguidores de Jesús pero que aún están muy familiarizados y comprometidos con las prácticas litúrgicas judías a pesar de haberse alejado de la estricta ortodoxia del judaísmo tradicional y estar ya helenizados en el sentido de respirar plenamente dentro de la cultura griega extendida por todo el mundo conocido entonces a partir de la expansión macedónica del siglo IV ac, primero con Filipo II y luego con su hijo Alejando Magno. 

La Carta está escrita en griego y no en arameo, la lengua tradicional del judaísmo. Aunque revela una profunda y significativa conexión con las Escrituras, conviene hacer notar que, cuando éstas se citan, se emplea la versión de los Setenta: una traducción del A. T. realizada unos 250 años antes del nacimiento de Jesús. Sin embargo, no se ha podido determinar dónde vivían los destinatarios de la Carta, estos cristianos judíos grecoparlantes de la Diáspora. Y, en cuanto al tiempo de su redacción, podemos situarlo entre el año 60 y el 140 dc, si bien la mayor parte de los estudiosos acota el periodo entre el año 80 y el 100 dc. Un dato útil para ello es que la Carta de Clemente, un conocido escrito del primitivo cristianismo, que generalmente se sitúa a mediados de la década anterior al año 100, ya cita la Carta a los Hebreos. Por tanto, aunque la fecha de la redacción de la Carta de Clemente aún se discute, dado que la mayoría de los estudiosos la data alrededor del año 96 dc., esto establece un límite posterior a la hora de fechar la Carta a los Hebreos.

 Contando con todo esto, lo mejor que podemos hacer ahora es escrutar el texto y captar en él lo que podamos acerca de su autor y del público al que éste se dirigía. Comencemos por señalar que la atmósfera que refleja la Carta a los Hebreos es tensa: habla de los que están en peligro de ir la deriva (2, 1); menciona a los que han huido para buscar refugio (6, 18); apremia a sus lectores a confesar su esperanza sin desviaciones (10, 23); alude a los que necesitan paciencia (10, 36); conmina a la perseverancia en la carrera o en la tarea que les espera (12, 1); y, finalmente, a quienes se dirige, les asegura que, así como Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre, sus corazones deben fortalecerse con la gracia y no con prescripciones externas que cumplir (13, 8-9). Muchos estudiosos sugieren que esta tensión se debe a la persecución de Diocleciano, que asoló al cristianismo entre los años 81 y 96, y, por eso, los últimos años de este emperador serían la mejor opción de cara a establecer la fecha de la redacción de esta Carta. 

Los receptores de este tratado parecen pertenecer a un grupo concreto de la incipiente iglesia. El Cristianismo, como ya hemos visto, tuvo su cuna en el judaísmo y fue, primero, un movimiento dentro de la Sinagoga. Sin embargo, posteriormente, por influjo de Pablo y luego de sus seguidores (por ejemplo, Lucas, Timoteo y Tito), fue pasando a ser una religión de gentiles. Esto hizo que, para algunos de los primeros seguidores de Jesús que continuaban siendo de tradición judía, fuera cada vez más difícil permanecer dentro del movimiento cristiano y participar de su culto. Este fenómeno se repite, una y otra vez, en la historia de todas las religiones y tradiciones: el crecimiento del grupo margina a los miembros más antiguos, que se sienten dejados atrás y desplazados por el sentir común de una nueva mayoría. Por eso, este grupo de discípulos, más afectos a la tradición judía de origen, empezó a pensar que ya no encajaba en el cristianismo y a sentirse tentado de abandonarlo y de retornar al judaísmo de origen. Ante esta situación, y con idea de disuadirlos del paso que les tienta, es como el autor de la Carta a los Hebreos escribe su texto. De cara a este fin, nada era mejor que demostrar que el cristianismo es superior al judaísmo tradicional. No obstante, la forma de demostrar esto, por parte del autor de esta Carta, es bastante llamativa y es lo que vamos a ver ahora. 

Un momento sagrado importante en la vida de la Sinagoga era el Yom Kippur o Fiesta de la Expiación. Se celebraba en otoño y consistía en una vigilia de 24 horas de solemne penitencia, dentro de un clima sombrío y arrepentido. La liturgia se centraba en llevar dos animales al Sumo Sacerdote. Los animales, que podían ser dos corderos, dos cabritos o un cordero y un cabrito, debían simbolizar lo que los Judíos querían ser: perfectos de cuerpo y de espíritu. Por eso, el Sumo Sacerdote examinaba escrupulosamente a los animales hasta asegurarse de que eran físicamente perfectos: sin rasguños ni defectos ni cicatrices ni huesos rotos. Después de comprobar que eran físicamente perfectos, se les pasaba a considerar moralmente perfectos dado que, al ser inferiores al hombre y no gozar de libertad, eran incapaces de elegir el mal. Entonces, a uno de ellos, generalmente al cordero, se le mataba de un modo sacrificial y litúrgico, y luego su sangre se derramaba sobre el Propiciatorio, es decir, sobre la sede de Dios en el Santo de los Santos del Templo ( 2 ). La creencia de los judíos era que esta sangre tenía un poder purificador y que, por medio de ella, es decir, de la sangre del cordero perfecto de Dios, ellos podían estar ante Él aquel día, a pesar de su condición de pecadores. Así, llegaban a Dios por la sangre del cordero que quitaba los pecados". 

El segundo animal, que el Levítico prescribía que fuese un cabrito, se llevaba entonces ante la Asamblea del pueblo y se colocaba delante del Sumo Sacerdote quien, asiéndolo por los cuernos, confesaba los pecados del pueblo. Los pecados salían así de las personas y se descargaban sobre la cabeza y la espalda del cabrito que, a partir de entonces, portaba sobre sí dicha carga. La Asamblea, a continuación, expulsaba al animal, que se empujaba hacia un lugar desierto. Este cabrito era el chivo expiatorio que cargaba con los pecados del pueblo y que, subsidiariamente, afrontaba el destino que el pueblo se había ganado para sí; de manera que la gente, simbólicamente, quedaba purificada de sus pecados de este modo, una vez al año.

 No cabe duda de que, entre los primeros cristianos de origen judío, la liturgia del Yom Kippur era central de cara a interpretar lo que había significado la experiencia de Jesús. A lo largo de todo el Nuevo Testamento nos llegan ecos de esta conexión. Pablo usa la fórmula del Yom Kippur cuando, en la 1ª Carta a los Corintios, escribe: Jesús murió por nuestros pecados según las Escrituras, es decir, como el cordero del Yom Kippur (15, 3). Marcos alude a esta correlación litúrgica cuando dice que Jesús, como el cordero del Yom Kippur, entregó "su vida en rescate por todos" (10, 45). Y el Cuarto evangelio se hace eco de esto mismo cuando Juan Bautista ve a Jesús por primera vez, y lo llama el Cordero de Dios, que quita los pecados del Mundo (1, 29); frase tomada, de forma casi literal, de la liturgia del Yom Kippur. Por otra parte, está claro que esta comprensión en la línea del Yom Kippur fue la que luego 2 En concreto, una mesa de oro puesta encima de la Arca de la Alianza. 
 se incorporó a las teorías sustitutivas de la expiación, tal como lo muestran tanto el mantra protestante de que Jesús murió por mis pecados como la interpretación católica de la misa como sacrificio redentor. La misa renueva cada vez el sacrificio de Jesús como cordero de Dios, para quitar los pecados del pueblo.

 El autor de la Carta a los Hebreos escribió su texto, por tanto, para unos judeocristianos desanimados, que ya no se sentían cómodos en unas comunidades litúrgicas predominantemente gentiles; y su objetivo al escribir su Carta fue prevenir y evitar el retorno de este grupo al judaísmo. Ya no se puede volver atrás viene a afirmar. El sacrificio del cordero del Yom Kippur, que se tiene que repetir anualmente porque no tiene un efecto permanente, es inútil. El Yom Kippur sólo expresa un deseo de cambio pero no propicia el cambio. Por el contrario, el sacrificio de Jesús en la cruz sí que rompió efectivamente el poder del pecado al que estos sacrificios antiguos intentaban enfrentarse. El autor de esta Carta sostiene que ahora lo que ocurre es que podemos entrar en la presencia de Dios tal como somos, con nuestras imperfecciones y deficiencias. Y la razón es porque, en la cruz, el amor de Dios ha aceptado el ofrecimiento del nuevo cordero, ha abrazado nuestro pecado y nos ha transformado; de forma que podemos estar seguros de que nada de lo que podamos hacer ni nada de lo que podamos ser nos separará, de forma irremediable, del amor de Dios manifestado en Jesucristo. Éste fue el mensaje que Jesús vivió porque alcanzó a aceptar amar a los que lo traicionaron, negaron, abandonaron, torturaron y asesinaron. En la muerte de Jesús en la cruz, se culminó el pacto que, de una vez por todas, reunió a Dios y a la humanidad en una nueva Creación. Por tanto, concluye el autor, si uno abandona la fe cristiana para volver al judaísmo, abandona también el sacrificio que hace innecesarios todos los demás, y torna a un sacrificio que debe repetirse anualmente. Jesús fue la ofrenda perfecta que Dios anhelaba, mientras que los animales del Yom Kippur eran sólo un símbolo del eterno anhelo de llegar a ser plenamente. Por lo tanto, el autor afirma que en el sacrificio de Cristo todos los sacrificios terminan y todos los hombres y mujeres pueden ser de nuevo creados en unión con Dios. Para nuestros oídos, esta argumentación resulta extraña pero, para el auditorio al que iba dirigida, era muy significativa. 

El autor de la Carta a los Hebreos relaciona, además, el sacerdocio de Jesús no tanto con el de los sumos sacerdotes del culto judío cuanto con el sacerdocio eterno de un personaje llamado Melquisedec, que se menciona en el Génesis. El sacerdocio de Melquisedec no tenía principio ni fin y quizá esta conexión fue la que introdujo la idea de la preexistencia en el cristianismo. A partir de esta segunda conexión, Jesucristo viene a ser, al mismo tiempo, la nueva ofrenda y el nuevo sacerdote. Se trataba de un argumento basado en antiguos patrones de culto pero debió de impresionar a algunos líderes de entonces ya que esta Carta se incorporó enseguida al Canon de las Escrituras cristianas. Sin embargo, a medida que en la Iglesia entraron más y más gentiles, la fuerza de esta argumentación, relacionada con la Fiesta judía de la Expiación, perdió importancia. Hoy en día, además, esta comparación de lo cristiano respecto de lo judío suena como una versión más del viejo lugar común religioso: Mi Dios es mejor que el tuyo. En su día, sin embargo, esta presentación incluyó la afirmación de la premisa esencial del cristianismo: toda persona puede presentarse ante Dios tal y como es, sin posible argumento de rechazo, y esto es, a mi juicio, la afirmación esencial y el anuncio irreductible del cristianismo. Sin embargo, por extraño que parezca, algunas corrientes en el cristianismo aún niegan que el amor de Dios se extiende a todos sin distinción de raza, género, orientación sexual e incluso credo. La Carta a los Hebreos, pese a hacerlo de una forma extraña a nuestras coordenadas, proclamó y aún proclama con toda claridad que no hay límites ni barreras para el amor de Dios. Se trata de un valiosísimo mensaje aunque esté envuelto en una expresión arcaica.

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