martes, 4 de diciembre de 2018

LA RESURRECCIÓN SEGÚN PABLO –John Shelby Spong



John Shelby Spong 


Es fácil comprender que quien sólo lea dos de las cartas más antiguas de Pablo, la 1ª a los Tesalonicenses y la dirigida a los Gálatas, crea que éste concibió la resurrección de Jesús como un milagro en el que un cadáver se reanima, sale de la tumba y vuelve a la vida de este mundo, literalmente. No obstante, esto es una distorsión de la idea que Pablo se hizo de la resurrección. Y esta distorsión es una consecuencia, casi inevitable, de leer dichas cartas desde el prisma de los dos últimos evangelios, de Lucas y de Juan, en los que la resurrección se llegó a creer fue literalmente como se contó en ellos. La razón de esta distorsión es, pues, que, sin pararnos a pensar, consideramos que los evangelios son previos a las Cartas de Pablo cuando es justo al contrario. Pablo, cuando escribió las dos Cartas que decimos, no había visto ningún evangelio, ni tampoco los vio después pues murió antes de que se escribiera el primero de ellos, el de Marcos.

Su idea de la resurrección es muy diferente de lo que se suele pensar. Nada clarifica tanto esto como el examen de otros escritos genuinos de Pablo. Así, en la Carta a los Romanos, Pablo escribe que Jesús «fue constituido Hijo de Dios en plena fuerza a partir de su resurrección de la muerte» (1: 4). Esto no indica ningún tipo de resucitación física ni ningún regreso a la vida en el mundo, tal como muchos afirman sin embargo. Si lo indicara, algunas expresiones de la Carta a los Colosenses no tendrían sentido, pues Pablo, a quien se le suele atribuir dicha carta, da a entender que la resurrección fue el acontecimiento por el que Jesús fue elevado a la presencia y eternidad de Dios: «Por lo tanto, si habéis resucitado con el Mesías, buscad arriba las cosas que están donde él está, sentado a la derecha de Dios» (Col 3: 1). 

Por favor, tened en cuenta que la narración de Jesús sentado a la derecha de Dios se refiere a la resurrección y no a la ascensión, sobre la que nadie escribiría nada hasta treinta años después aproximadamente. En la mente de Pablo, la expresión «fue elevado» reúne dos dimensiones en un solo acto, dos fases que luego Lucas convertirá en dos actos separados, de implicaciones físicas o espacio-temporales, además: la resurrección, esto es, ser levantado del sepulcro y de la muerte, y la ascensión, cuyo significado es ser elevado a Dios para estar unido a Él donde entonces se le solía situar: en el cielo. A diferencia de Lucas, para Pablo, estas dos acciones fueron una sola. Jesús, en la resurrección, no fue revivido y devuelto a este mundo a la espera de subir, al cabo de un tiempo, a los cielos, sino que fue levantado y elevado, en un solo movimiento, a la unión con Dios. La resurrección no fue una resucitación sino una transformación a un plano de ser trascendente. 

Otro fragmento de la misma Carta a los Romanos confirma esta interpretación: «sabemos que Cristo resucitado de la muerte no muere ya más, que la muerte no tiene dominio sobre él [ ] [que] su vivir es un vivir para Dios» (Rom 6: 9-10). Una persona que hubiese sido revivida de la muerte a la fuerza tendría que volver a morir porque es una ley universal que todo lo que vive acabe por morir. Parece, por tanto, claro que una reanimación a una vida física no estuvo en la mente de Pablo cuando éste habló de que Jesús fue resucitado. Pablo sugiere esto mismo, en otro fragmento en el que Jesús también es el sujeto pasivo de la acción de Dios: «Así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, así también nosotros empezaremos una vida nueva por el mismo poder» (Rom 6: 4). Es decir, Cristo resucitado es figura de una nueva dimensión no sujeta a la muerte que Pablo atribuye a nuestra nueva existencia. Más tarde, Pablo hablará de resucitar a la vida nueva del espíritu. Dice que el mismo Jesús, «que resucitó de la muerte y que está a la derecha de Dios» (Rom 8, 34), fue entronizado como parte de la vida de Dios, vida arriba, por encima del cielo, fuera de la vida de este mundo. Y, un poco después, añade: «quién subirá al cielo con idea de hacer bajar al Mesías?» (Rom 10: 6). En la mente de Pablo, la resurrección levantó a Jesús a la presencia y al ser de Dios. La 1ª Carta a los Corintios dice: «esta carne y este hueso no pueden heredar el reino de Dios; ni lo ya corrompido puede heredar la incorrupción» (1 Co 15, 50). Es obvio, pues, que Pablo no pensó en una resucitación física del cuerpo de Jesús para, simplemente, volver así a la vida anterior. Nuestra esperanza no es esperar una vuelta a la vida así. La resurrección fue, más bien, la transformación a un reino o a un orden de conciencia más allá de los límites del tiempo y del espacio. Por eso Pablo acabó por establecer una distinción entre nuestro cuerpo natural y lo que él llamó «cuerpo espiritual».

 Si tenemos problemas para imaginar todo esto es por dos motivos principales: primero, porque, para describir una experiencia cuya realidad trasciende el tiempo y el espacio, usamos palabras inevitablemente limitadas espacial y temporalmente; y, segundo, porque nuestra inteligencia, como decíamos, está dañada por comprensiones de la resurrección deudoras, sobre todo, de la letra de los dos evangelios más tardíos, el de Lucas y el de Juan. En ellos se hace mucho hincapié en el cuerpo físico de Jesús para sugerir el carácter real de algo que, sin embargo, no es precisamente físico. La imagen de Jesús resucitado en estos evangelios, escritos entre la década octava y novena del siglo I, es la de un cuerpo cuyo proceso de muerte es como si hubiera dado marcha atrás: pide comida para demostrar que su sistema gastrointestinal funciona; se le describe andando y hablando para demostrar que tiene bien su sistema locomotor y que sus cuerdas vocales y su laringe funcionan; y, para demostrar que su cerebro funciona, se le presenta enseñando y abriendo los ojos de sus discípulos a la comprensión de la Escritura. Lucas pone mucho énfasis en mostrar que Jesús no es un fantasma; por eso nos cuenta cómo instó Jesús a sus discípulos a tocarlo; así era como les iba a demostrar que era de carne y hueso, lo cual significa que era real. Juan, por su parte, representa a Jesús invitando a Tomás a examinar sus llagas. Es tan de este modo el enfoque de estos dos evangelios que ellos son los únicos que presentan la resurrección (incluidas las apariciones) y la ascensión como dos hechos separados, como dos acciones de distinto alcance y significado: la resurrección se limita a retornar a Jesús a la vida física de este mundo y la ascensión consiste en retornar el ser original de Jesús a Dios.

 Frente a todo lo que nos lleva en esta dirección, tenemos que concienciar y asimilar un hecho a menudo olvidado: que Pablo fue un judío y que procesó a la luz de las tradiciones judías todo lo que experimentó en relación con la vida de Jesús. Por eso, para entender las expresiones de Pablo en su contexto, debemos buscar en las tradiciones judías, buscar ejemplos de personas resucitadas de la muerte o incluso «transportadas» de la muerte a la presencia de Dios. Hay tres episodios de este tipo en las Escrituras y a cada uno de ellos hacen referencia las narraciones cristianas sobre Jesús. Estos tres episodios, estas tres narraciones judías conformaron el pensamiento de Pablo sobre la resurrección así como el primer pensamiento cristiano sobre ella. Y lo que está claro además es que, en ninguno de estos casos, la transformación de sus personajes principales se pensó como una resucitación física o como un retorno a la vida en este mundo. 

El primero de estos episodios se refiere a Henoc, cuya historia se cuenta en unos pocos versículos del capítulo 5 del Génesis. Henoc figura ser el padre de Matusalén, al que se supone el hombre más anciano no sólo de la Biblia sino de la tierra, pues llegó a la edad de 969 años. De este Henoc, se dice: «caminó con Dios y después desapareció porque Dios se lo llevó» (Gn 5, 24). La creencia judía era que Henoc llevó una vida tan buena y tan santa que su recompensa fue ascender a la mismísima presencia de Dios saltándose el tránsito de la muerte. Posteriormente, la figura de Henoc originó mucha mitología y, durante el período intertestamentario, se creyó que él era quien había escrito un libro cuya descripción del Paraíso era tal como sólo un testigo ocular la hubiera podido hacer. El Libro de Henoc formó parte de los escritos apócrifos del A.T. e influyó mucho en el desarrollo del relato de la vida de Jesús.

 El segundo episodio es el relato del último tramo de la vida de Moisés, el gran héroe judío, el fundador de Israel y el autor de la Ley. El capítulo 34 del Deuteronomio habla de la muerte de Moisés con mucho detalle pero también con mucho misterio. Dice que Moisés murió en el desierto de Moab, en soledad, en presencia de Dios; y que Dios lo enterró en una tumba que él mismo le había preparado y cuya situación «nadie conoce desde entonces hasta hoy» (Dt 34, 6). Dios escribe con este pasaje un solemne epitafio para elogiar a tan gran personaje. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que empezara a correr la leyenda de que Moisés propiamente no había muerto sino que había sido transformado y conducido a la presencia de Dios, en cuya morada vivía. 

El tercer y último episodio de esta trilogía es el de Elías, probablemente, después de Moisés, el personaje de mayor importancia entre todos los héroes de Israel. Elías era el padre de los Profetas y, por tanto, todo el movimiento profético judío. Cuando los judíos tenían que definir el judaísmo, mencionaban las dos torres: la Ley y los Profetas, es decir, Moisés y Elías.

 La historia de la muerte de Elías se cuenta en el Segundo Libro de los Reyes, también con profusión de detalles llenos de prodigio y de misterio. El relato cuenta, en efecto, que Elías no murió sino que fue transportado vivo a la presencia de Dios, montado en un mágico carro de fuego, tirado por mágicos caballos de fuego y propulsado hacia el cielo por un torbellino, enviado por Dios. Desde este nuevo estado de alguien que comparte la presencia de Dios, Elías daba una porción doble de su espíritu a su único discípulo, Eliseo, al que elegiría como su sucesor. Lucas, cuando redactó el relato de la ascensión en el Libro de los Hechos, tomó prestados muchos detalles de la ascensión de Elías. También Marcos, Mateo y Lucas, cuando relataron la Transfiguración de Jesús, emplearon, como clave interpretativa más reveladora, que Jesús hablaba de igual a igual con Moisés y con Elías, los cuales, tal como acabamos de recordar, habían transcendido los límites de la muerte y habitaban en la presencia del Dios de la vida. 

Todo esto fue lo que tuvo en mente Pablo, judío instruido, cuando dijo que Jesús fue levantado y elevado de entre los muertos. La resurrección, para Pablo, fue el acto por el que Dios afirmó la vida de Jesús como santa y lo alzó de la muerte a la vida eterna y divina. En consecuencia, Jesús podía ofrecer a sus seguidores un camino, a través de sí mismo, hacia la eternidad de Dios. Jesús resucitado se transformó en el mediador, en el acceso, en el camino a la vida eterna para sus discípulos. La resurrección de Jesús, en sus primeras formulaciones, nada tuvo que ver, por tanto, con tumbas vacías, resucitaciones de cadáveres ni apariciones. Todas estas expansiones vendrían después, durante el desarrollo posterior del relato cristiano. Por ahora, lo que inicialmente significó la resurrección de Jesús, para Pablo y la comunidad cristiana primitiva, es esto.

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